Memorias termodinámicas
La cumbre de París fue un hito en la batalla contra el cambio climático, que afecta a la construcción como la crisis energética lo hiciera en los años 1970.
Las crisis energéticas de los años 1970 dejaron su huella en la generación que por entonces daba sus primeros pasos en la arquitectura, y la actual crisis climática está teniendo un efecto semejante en los arquitectos que comenzaron su carrera a principios del siglo xxi. Si el incremento de los precios del petróleo en 1973-74 y 1979 dio la alarma y conformó la sensibilidad de aquella década, la alerta científica expresada por las distintas conferencias sobre el cambio climático —desde la de Kioto en 1997 hasta la celebrada con discutible éxito en París en diciembre de 2015— está obligando a los arquitectos de la primera década del milenio a dirigir su mirada hacia la termodinámica y las atmósferas, y a redescubrir buena parte del trabajo realizado cuarenta años antes. Entonces como hoy, los cambios económicos y técnicos definieron la agenda intelectual y estética del momento, y los arquitectos intentaron responder a los nuevos retos aprendiendo del pasado y también familiarizándose con las herramientas contemporáneas.
En mi caso, terminé la carrera coincidiendo con la primera crisis del petróleo, así que durante la década de 1970 escribí sobre energía y construcción, tecnologías alternativas, autoconstrucción y energía solar; edité libros y revistas sobre energía, clima y diseño, en Hermann Blume y en CAU; di mi primera conferencia sobre política energética, y construí una casa solar con almacenamiento pasivo de energía. Poco después escribí mi tesis doctoral sobre estos asuntos, tratando de traducir las tablas input-output monetarias a unidades de energía, para aplicar esa contabilidad energética al sector de la construcción, de manera que las decisiones técnicas sobre los costes del ciclo de vida de un edificio pudieran tener una base más sólida. Pero el resultado final —cientos de tablas y relaciones estadísticas— parecía demasiado econométrico para un tribunal de arquitectura, así que escribí una introducción a modo de ensayo en el verano de 1982, que años más tarde se publicaría como libro bajo el título El fuego y la memoria. Allí, el término ‘memoria’ se refería a la energía embebida en lo existente, y tenía como consecuencia la defensa del legado urbano y el respeto por las lecciones que podían aprenderse de la capacidad de adaptación en las sociedades tradicionales.
Las crisis del petróleo de 1973-74 y 1979 suscitaron un interés por la energía y la construcción alternativa que se materializó en obras, proyectos, libros y revistas que prefiguran la preocupación actual por el clima y la sostenibilidad.
En realidad, la humanidad ha vivido sin combustibles fósiles durante la mayor parte de su historia, así que, en principio, no debería resultar difícil el aprender de los métodos que, basados en el sentido común, son capaces de responder al clima y conseguir el confort con medios escasos, como de hecho se sigue haciendo hoy en muchos países en desarrollo. La adecuada orientación al sol y a los vientos, la inercia térmica, la protección solar, la luz natural y la ventilación, junto con la ropa apropiada y unos estándares de temperatura y humedad menos exigentes, son formas razonables de garantizar el confort, pero también recordatorios de nuestra simbiosis con la naturaleza, así como fuentes imprevistas de placer físico. Este enfoque en cierto sentido posmoderno pero en último término fenomenológico debe asociarse a una defensa crítica de lo que existe, entendido como un fértil depósito de energía humana y no humana, como un registro material de la inteligencia constructiva y como una reserva psicológica de patrones y hábitos.
Lo que de un modo más evidente faltaba en este enfoque centrado en el objeto construido era la dimensión urbana, sugerida en las descripciones ecológicas de Odum y Margalef, pero ausente al cabo en la discusión propiamente arquitectónica. En cualquier caso, los precios de la energía se estabilizaron durante la primera mitad de la década de 1980, la crisis se dio por terminada, y la reacción conservadora liderada por Reagan y Thatcher reorientó la agenda arquitectónica hacia la historia y las obras icónicas. A partir de 1985, la energía desaparece de los debates y publicaciones, y mi propio trabajo como autor o editor refleja este viraje, mostrando de manera elocuente hasta qué punto somos hijos de nuestro tiempo.
Esta condición puede ayudarnos también a entender la base material de la actual reactivación de las investigaciones sobre la energía, impulsadas por una nueva crisis global que se centra en el clima, las emisiones de carbono producidas por los combustibles fósiles, los riesgos asociados al fracking, las tensiones geopolíticas creadas por el convulso mercado energético y, por último, las exigencias sociales y políticas de la sostenibilidad, convertidas en el mantra, a menudo vacío, de nuestra época.
Tratar de nuevo la relación de la arquitectura con la termodinámica y el clima puede permitir evitar los errores de las décadas de 1970 y 1980 e incorporar al debate algunos de los temas pasados por alto entonces. Entre ellos, ninguno más importante que el de la densidad urbana, pues la ciudad dispersa de casas unifamiliares (por mucho que se decore con gadgets bioclimáticos y se sitúe con sensatez sobre el terreno) es manifiestamente insostenible, y este es el punto clave respecto al cual el resto palidece: la lucha por la densidad es poco glamurosa, pero tal vez los arquitectos deberían convertirse en urbanistas si pretenden salvarse del infierno.