El paseo de la Castellana refleja bien las virtudes y defectos de Madrid. Las virtudes de un eje que ha sabido vertebrar el crecimiento de la ciudad dando preferencia a lo pragmático sobre lo icónico, a las infraestructuras sobre los edificios. Y los defectos de una avenida que, precisamente por su vocación infraestructural, ha adolecido de anomia simbólica. La Castellana ha sido el strip que se recorre en marcha pero que pide monumentalidad y sigue reclamando la condición de fragmento de la ‘ciudad análoga’.
La Castellana es la avenida de los iconos frustrados. Cuenta con edificios tan emblemáticos como los Nuevos Ministerios de Zuazo, el Bankinter de Moneo o el Banco de Bilbao de Sáenz de Oíza, pero estos hitos son la excepción entre una pléyade de monumentos fallidos, desde las Torres Kio o los Cinco Rascacielos hasta las Torres de Colón, cuya transformación provoca tanta expectación como escepticismo.
Acaso el nuevo Bernabéu sea el mejor candidato a icono, pero su impacto será limitado, de manera que el Madrid de los próximos años —siempre fiel a su tradición— se transformará menos a través de los edificios que de las infraestructuras: la reordenación de AZCA, en la Castellana, que resucitará un fracasado proyecto manhattanista; la Operación Chamartín, al final de la Castellana, que definirá la huella madrileña de los próximos cien años; y el Bosque Metropolitano, más allá de la Castellana, que hará las veces de cinturón verde para una ciudad siempre en marcha.