Frente al desinterés de los presidentes españoles por la arquitectura, dejar un legado ‘monumental’ es tradición entre sus homólogos franceses, que, más allá de emular a Napoleón o a Luis XIV, entienden que sólo el poder presidencial puede sacar adelante proyectos de gran envergadura y grandes presupuestos en los que están implicados administraciones diversas. Así, el nombre de Georges Pompidou se asocia al célebre centro en Beaubourg; el de Miterrand, a la Pirámide del Louvre y la Biblioteca de Francia; incluso el tan denostado Sarkozy se asociará al Grand Paris metropolitano del futuro. A esta lista debe añadirse ahora el de François Hollande, que, a pocos meses de abandonar la presidencia, ha anunciado su gran proyecto ‘personal’: la reordenación del corazón de la identidad parisina y francesa, la Isla de la Cité. Concebido a largo plazo (su terminación se prevé para 2040), el proyecto se ha encomendado a Dominique Perrault —también arquitecto de confianza de Mitterrand y Sarkozy—, que colaborará con Philippe Bélaval, presidente del Centro Nacional de Monumentos, para desarrollar un plan director que no sólo dará un nuevo uso a las grandes superficies de la isla que acaba de liberar el Ministerio de Defensa, sino que también reorganizará el tráfico rodado y las zonas de aparcamiento, y reinterpretará en general las treinta hectáreas que componen el enclave. Todo ello para que la Cité, cuna de la Lutecia prerromana, «conserve su sustancia institucional» al mismo tiempo que recupera «la vida de la calle», más allá del turismo y los monumentos.