Aforístico en sus clases, Louis Kahn era torrencial en sus cartas. Las dirigidas a Anne Tyng, su colaboradora, amante y madre de su hija Alexandra, fueron publicadas en 1997, bajo un título (The Rome Letters 1953-1954) que alude a la etapa en que se trasladó a Italia para dar a luz lejos de Kahn, casado y dependiente económicamente de su esposa Esther, madre ya entonces de su hija Sue Ann. Por su parte, las postales y misivas recibidas por Harriet Pattison entre el inicio de su romance en 1959 y la muerte de Kahn en 1974 ven la luz ahora, con el melancólico título Our Days Are Like Full Years, entrelazadas con sus propias memorias, donde tiene especial protagonismo su hijo Nathaniel, que en 2003 homenajearía a su padre con el entrañable documental My Architect. En ambos casos, las cartas se derraman inconteniblemente con anécdotas y dibujos, pero si las de Tyng son más minuciosamente arquitectónicas, como corresponde a su estrecho vínculo profesional, la correspondencia de Pattison es más exótica, al producirse en una etapa en la que la fama y los encargos del arquitecto le llevaban con frecuencia a destinos remotos.
Anne Tyng, cuyo centenario hemos celebrado en Arquitectura Viva 224 con ‘Un universo geométrico’, fue una arquitecta de singular talento, que introdujo en el estudio de Kahn —por entonces todavía indeciso entre su formación beauxartiana y el sumario Estilo Internacional de sus realizaciones de vivienda económica— conceptos estructurales y geométricos sin los cuales no pueden entenderse la Yale Art Gallery, los baños de Trenton o la propuesta de la City Tower. Su edición de las cartas hace dos décadas fue también una apologia pro vita sua, ya que, tras 19 años en la oficina y 15 de relación sentimental, Kahn la obligó a irse por el procedimiento de no encargarle tarea alguna, e incluso le regateó la autoría de proyectos firmados conjuntamente. Pero Tyng rechazó siempre el papel de musa, «a shadow figure, an empty vessel», y reclamó el reconocimiento que la historia ha venido a darle, en parte gracias a su extensa introducción a las ‘cartas de Roma’.
Muy diferente es el volumen de Harriet Pattison, donde su vínculo con Kahn fue de devota subordinación, maltratada como Tyng en la exclusión de ceremonias festivas o del propio funeral del arquitecto, pero reducida en su caso a la condición de amante intermitente, por más que con el tiempo su amor a los jardines la hiciera convertirse en paisajista y colaborar a distancia en algunos proyectos tardíos, como el Kimbell o el Roosevelt Memorial. Sumamente insegura, y sin embargo capaz de enfrentarse a su propia familia, que ante el oprobio de su embarazo le dio a elegir entre el aborto, la adopción o el matrimonio de conveniencia —incluso con Bob Venturi, que había sido su primer novio—, Pattison admira vivamente la determinación y el talento de Tyng, y sus hijos respectivos, hermanos al cabo, llegaron a tratarse con asiduidad y afecto. En el relato aparece también la arquitecta china Marie Kuo, empleada en el estudio y amante de Kahn durante la etapa de Tyng en Italia, con ocasión de su trágica muerte en un accidente de automóvil en 1970; o personajes como el catalán Carles Vallhonrat, mano derecha del arquitecto durante los años 60 y fundador de su archivo, donde quizá se conserven las cartas de Tyng o Pattison a Kahn, ausentes de estos volúmenes.
En el inicio de su cálida y elegante narración —por cierto admirablemente ilustrada con dibujos, fotografías y facsímiles de la correspondencia— Pattison teme convertirse en un personaje de Edith Wharton, «amante de alguien que aparece cuando le conviene, y viviendo con desesperación silenciosa en una ciudad hostil»; a su término, tras la muerte de Kahn, sin trabajo y casi sin dinero, se siente arrojada a las sombras «como un personaje de Chéjov desterrado a las provincias». Entre Wharton y Chéjov, la madre de Nathaniel Kahn nos ha dejado un testimonio tan emocionante como el documental de su hijo.