Geometría como única morada

Geometría como única morada

Rafael Moneo 
28/02/1993


Tras un provechoso ano sabático en la Academia Americana de Roma y animado por el mismo espíritu que aquel destacado miembro de su estirpe que fue David, el oscuro profesor de arquitectura que a comienzos de los años cincuenta era Louis Kahn decidió lanzarse a la arena dispuesto, a luchar con el goliath triunfante y omnipresente de la arquitectura entonces al uso, en busca de una alternativa que no olvidase los valores de aquella arquitectura de la que tanto disfrutaba en la Ciudad Eterna.

Su arma iba a ser el verbo, la palabra. Sin ella, el construir no tenía sentido. Había que volver a poder dar nombre a lo que edificamos. Una casa. Una escuela. Un museo. Y, en último término, una ciudad. Aferrada a la tarea de establecer un lenguaje acorde con lo que había sido el desarrollo científico e industrial de la primera mitad del siglo XX, la arquitectura parecía haber olvidado en aquellos años lo que hasta entonces habían sido sus atributos y obligaciones. Kahn prometía cumplir de nuevo con estas y rescatar aquellos. Para construir era preciso saber que construir. Construir no era tan solo saber cómo. ≪La forma es el ‘que’. Diseño es el ‘como’. ≫ Y el que, naturalmente, es previo al cómo. Pero intuir el que no supone saber cómo. Es preciso explorar como hace su aparición la forma. El orden está en el origen mismo de la forma, que aflora y se convierte en lo edificado, en la arquitectura, al construir. Misión del arquitecto es definir tal orden, dando así vida a los espacios que reflejan su naturaleza, ≪lo que quieren ser≫.

La vigencia del platonismo iba a ponerse de manifiesto una vez más. Si hoy sus palabras tienen todavía la fuerza inexorable de la poesía, a nadie puede extrañar el impacto que tuvieron cuando la arquitectura estaba tan ajena a todo aquello que no fuera la representación de la función y comenzaron a divulgarse a través de los primeros números de la revista Perspecta, que la Escuela de Arquitectura de Yale publicaba, y en la que, por aquellos años, Kahn ensenaba. Eran sus palabras la promesa de una arquitectura diversa de la que entonces se hacía y pronto conquistaron tanto a los estudiantes de las escuelas como a los profesionales que se movían en el ámbito de lo cotidiano.

Pero las sugerentes propuestas de Kahn no iban a quedar reducidas a un simple proyecto académico. En veinte frenéticos anos de actividad profesional —desde principios de los cincuenta al 17 de marzo de 1974, en que murió en uno de aquellos espacios públicos que tanto le atraían, la estación de Pensilvania en Nueva York—, Louis Kahn tuvo la oportunidad de demostrar con su obra el alcance de sus propuestas. Casas, factorías, iglesias, laboratorios, museos, conventos, universidades, memorials, asambleas, escuelas, teatros, ferias, auditorios, etcétera. Si nos adentramos en la ciudad de Kahn —dispersa en todo el mundo como si de una nueva visión de la civitas Dei se tratase— no será difícil reconocer, tal y como Kahn nos anunciara en aquellos iniciáticos textos, que en ella el orden prevalece y que al orden es, en último término, al que hay que hacer responsable de la forma. Pero. quien lo impone? La respuesta es clara, el orden viene dictado por la geometría.

El mundo de la arquitectura kahniana está poblado por polígonos y poliedros que definen recintos y espacios en los que aquella reposa. El orden es el reflejo de una fuerza intrínseca que los relaciona. A veces este orden permite ocupar el plano regularmente como en el proyecto para la comunidad judía de Trenton, Nueva Jersey, o en la factoría para Olivetti- Underwood de Harrison, Pensilvania, o en el Instituto Salk de La Jolla, California, o en el Museo Kimbell de Fort Worth, Texas; otras, el orden se manifiesta en maclas y cadenas continuas que le permiten asumir cambios profundos como en el proyecto para la City Tower de Filadelfia, o en los Laboratorios Richards de la Universidad de Pensilvania, o en la residencia del Bryn Mawr College, o en los edificios públicos de Bangladesh. Tan solo en algún caso excepcional, como en el convento de las Dominicas de Media, o la casa Norman Fisher de Filadelfia, el orden no es mero reflejo de la regularidad y continuidad mencionadas, anticipando así lo que serán las aleatorias agrupaciones de los años ochenta.

Aunque esta vigencia de la geometría y la explicita aceptación de la condición monumental hacen que la arquitectura de Kahn pueda verse como muy próxima a la tradición clásica, hay que hacer constar que ni el gusto por el trazado como matriz de la composición ni el respeto a tipos existentes, rasgos característicos de aquella arquitectura, aparecen con frecuencia en su obra. La geometría es la única pauta para la construcción. Y el talento de Kahn radica en su capacidad de hacemos olvidar la presencia de aquella. Que la tiranía de la geometría no se manifieste en su obra es su mayor logro como arquitecto. A mi entender, son la cuidadosa manipulación de la luz y su extraordinaria sensibilidad para el manejo de los materiales los responsables de que así sea. La luz es clave para entender la arquitectura de Louis Kahn.

La luz revela la arquitectura. Es más, cabría decir que con la luz construye, al menos visualmente, la estructura que la pone de manifiesto. La serie de poliedros imbricados y vacíos de que se sirve Kahn para construir su arquitectura alcanzan su condición de seres vivos cuando se iluminan. Las armaduras/corazas con que construye sus edificios son también pantallas reflectantes de luz, produciendo esta una inspirada experiencia que da razón de la artificiosa extrañeza que a veces sentimos cuando nos encontramos en el interior de un espacio kahniano. Kahn es bien consciente de ello, y no es raro encontrar en sus textos expresiones como estas: ≪el volumen solido mencionado es fuente de luz≫ o ≪la estructura proporciona la luz al espacio interior≫. La luz es algo inherente al ser del edificio, una manifestación de la realidad del mismo diversa pero no distinta. Estructura y luz son representaciones de una misma realidad, la arquitectura, y de ahí que Kahn en sus construcciones ignore la fuente de la que la luz procede y no nos haga entrar en contacto con ella nunca.

Pero a renglón seguido, si bien sea con brevedad extrema, hay que recordar la delicadeza con que en su obra se acoplan los distintos materiales. Kahn nos ensena a apreciar la naturaleza, la realidad tangible de un material al aproximarlo a otro. Conoce bien la neutralidad del hormigón bruñido y de ahí que lo haga ser compañero del travertino o del roble para que disfrutemos de sus texturas. El acero en sus manos se transforma. Y la piedra. Y el vidrio. Y el ladrillo. Los materiales hacen posible que Kahn difumine la presencia de la geometría en su obra, haciendo gala de una sensualidad que rara vez se reconoce. Este placer que Kahn siente al encontrarse con la naturaleza misma de los materiales con los que trabaja nos pone en directo contacto con ellos, experiencia que se convierte en autentico descubrimiento y que, sin duda, es uno de los más grandes atractivos de su obra.

De lo que fue su proyecto, de lo que significaba, y del impacto que tuvieron sus hermosísimas palabras, queda hoy tan solo un remoto eco: son historia, necesaria, por otra parte, para entender mucho de lo que ha ocurrido en el pasado próximo. Pero los anos no han conseguido apagar el interés que despierta su obra, una obra que curiosamente reivindica, como hace siempre la mejor arquitectura, la experiencia directa: es entonces cuando la dimensión del arquitecto que Kahn fue se nos hace presente, cuando su grandeza se manifiesta sin necesidad ya de justificación alguna. 


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