Frank el tejedor
El mejor edificio de Gehry es una silla. Construida con láminas de madera que se entretejen, la urdimbre flexible y resistente cede bajo el peso del cuerpo, como un cesto doméstico y cordial. En el taller del estudio, el arquitecto prueba cada prototipo con la mirada brillante y la delicia anticipada del inventor o el niño, y arrastra al visitante a compartir el juego. Si algunos muebles transforman al arquitecto-albañil en carpintero, estas sillas trenzadas convierten al carpintero en tejedor.
En sus dibujos, la enredada madeja de la línea teje las formas, que emergen de ese hilo confuso como la labor de las agujas. Las geometrías de la arquitectura cristalizan en una niebla incierta; el arquitecto muele el papel con la pluma, y de ese esfuerzo denodado y pertinaz surgen en el mortero gráfico prismas que evocan los cristales de una geoda. Esas formas azarosas y exactas serán después maquetas cien veces alteradas, carpinterías brutales y elegantes, escenografías efímeras o permanentes, edificios en fin.
El hijo de Goldberg y de Caplanski, el niño judío en un barrio católico de Toronto, transitó de la adolescencia canadiense a la juventud californiana, y de la ferretería de su abuelo al camión de reparto de su primo en Los Ángeles y en el Hollywood aún mítico de los primeros cincuenta. En la arquitectura, eran los años de John Entenza y las Case Study Houses; el joven estudiante de cursos nocturnos enredaría sus pasos con los de algunos protagonistas de aquel momento, gentes como Raphael Soriano y Julius Schulman, y la California que veneraba a Schindler y a Neutra acabaría haciéndole arquitecto.
Dice Francois Truffaut, refiriéndose a Jean Vigo, que la carrera de cualquier cineasta está presente ya en sus primeros cincuenta metros de película. Si eso es así, los primeros cincuenta metros de Gehry fueron la casa y estudio que construyó en 1964 para el diseñador gráfico Lou Danziger, en Melrose Avenue. En esta obra primera están ya los materiales vulgares, la fragmentación volumétrica, la manipulación magistral de la luz. Entre David Hockney y Donald Judd, ese cajón con angst encierra a la vez el pragmatismo americano y la tensión despojada de las vanguardias de la Mitteleuropa.
Tras esa caja opaca y povera, trivial y refinada, de un hermetismo exquisito y anónimo, tan fuerte y silenciosa como una pieza de Serra, la arquitectura de Gehry exploraría otros registros, del bodegón á la Morandi a un expresionismo Merz, pero siempre en sintonía con una ciudad mudable, vulgar y excesiva, que ha dado al arquitecto tanto como ha recibido de él. Con un estudio que es una referencia permanente en esa ciudad cambiante, que convierte a los clientes en discípulos y a los discípulos en clientes, y por el que han pasado buena parte de los arquitectos jóvenes de más talento, Frank Gehry es inseparable de la fascinación enérgica y caótica de Los Ángeles.
La inmediatez visceral de sus formas expresa las fuerzas que las generan tanto como aquellas que las descomponen. Si Gehry es un sismógrafo, lo es de esos terremotos genésicos, que evocan las tensiones del esfuerzo creador con la elocuencia del lienzo o la piedra esculpida. Antes que a la integración de las artes, esas formas aspiran a la homologación de la arquitectura con las artes restantes. Los edificios de Gehry son la manifestación construida de que la arquitectura puede manipularse con los instrumentos y los métodos de otras regiones de la práctica artística.
Nacido en 1929, Frank Gehry es un hijo de la Depresión. Cuando ésta se hallaba en su momento más bajo, en 1933, un dibujante originario de Chicago lanzó desde Hollywood una parábola moral que conmovió a América: los tres cerditos. Esos tres animales arquitectos que, aunque Walt Disney no hubiese leído a Gottfried Semper, reproducían en su actividad constructora los viejos arquetipos del tejedor, el carpintero y el albañil dieron a un país desmoralizado un mensaje optimista sobre la voluntad y la capacidad de resistir el infortunio.
La arquitectura de Frank Gehry posee un talante similar, animoso y confiado, en un entorno disciplinar y urbano de confusión, desánimo y desconcierto; pero el refugio que nos brinda no es la casa de sólidos ladrillos, sino la endeble construcción de paja entrelazada. Frank el tejedor no teme al lobo feroz: sabe de sobra que conseguirá enredarlo en la tela de araña de sus madejas de alambre, confundirlo con sus máscaras tejidas, ahuyentarlo con el aspecto imponente de sus escenografías textiles, ligeras y tenaces como rostros de mimbre.