La nuestra no es una época de razones, sino de sentimientos. Y esta verdad no se aplica sólo a la política; encuentra una versión más popular y al cabo también más evidente en el deporte. Si el Barça se precia de ser «més que un club», otros clubes apelan a su «señorío», aunque quizá en esto de identificarse con su equipo los más comprometidos sean los aficionados que comparten el «sentimiento atlético». Hasta ahora, este sentimiento se proyectaba en la memoria colectiva de los muchos eventos acaecidos en el viejo Estadio Vicente Calderón. Pero, de aquí en adelante, los aficionados del Atlético de Madrid tendrán que hacer frente al reto de ir construyendo, poco a poco, una nueva memoria asociada a su estadio, aunque los propietarios del club se lo hayan puesto difícil al elegir el nombre de la infraestructura: Wanda Metropolitano.
Con todo, los atléticos, que habían sido más bien escépticos ante la operación inmobiliaria que los expulsaba de las orillas del Manzanares para llevarlos a un no lugar, se han entregado con generosidad al nuevo icono, como puso de manifiesto el partido inaugural. Y no les faltan razones para ello: por mucho que los alrededores del estadio conformen un incómodo terrain vague al que le quedan muchos años aún de anonimato, y por mucho que sean los problemas de acceso hasta que se terminen las infraestructuras previstas, el Wanda Metropolitano tiene, arquitectónicamente, momentos poderosos. Aunque no parece muy afortunado el encuentro entre las gradas del estadio preexistente —la ‘peineta’— con el vuelo exterior exagerado de la nueva cubrición —la ‘boina’—, esta cubierta tensada y de geometría elegante que Cruz y Ortiz ensayaron en el Estadio Olímpico de Sevilla se demuestra por dentro capaz de generar una imagen a un tiempo vigorosa y acogedora. Los aficionados parecen dar fe de ello.