El imperio de lo trivial
En el segundo aniversario del 11-S, la Zona Cero completa su nómina de arquitectos: Nueva York cicatrizará su herida con escenografías previsibles.
Hace dos, el arquitecto Mohamed Atta cambió el mundo. Al frente de 19 jóvenes suicidas, golpeó el corazón del imperio con tan trágica y sublime exactitud que su acción terrorista ha de usarse como baremo estético para juzgar la reconstrucción de la zona devastada. Tanto la trascendencia del suceso como la cruel perfección de su ejecución operística obligaba a esperar una respuesta arquitectónica de similar calibre simbólico, y la excepcional atención pública que ha recibido el proceso es testimonio de las expectativas suscitadas. Lo que va perfilándose en Manhattan, sin embargo, parece estar lejos de alcanzar ese exigente listón dramático, resultando más bien una resignada combinación de los intereses inmobiliarios del promotor Larry Silverstein y las demandas políticas del gobernador George Pataki: en el solar de las Torres Gemelas, la colosal montaña de dolor y humillación del 11-S ha parido un escueto ratón de cálculo expeditivo y escenografía trivial.
Libeskind logró hacerse con el encargo del siglo apelando a los sentimientos patrios, pero los intereses inmobiliarios han relegado su papel al de colaborador de David Childs, de SOM, a cargo hoy del proyecto.
En julio, el promotor titular de los derechos de suelo eligió a David Childs, de SOM —una de las firmas participantes en el concurso de la Zona Cero, con una dilatada trayectoria en la construcción de rascacielos—, como arquitecto y project manager de la primera torre del conjunto, relegando a Daniel Libeskind, designado ganador del concurso por el gobernador el pasado febrero, al papel de colaborador. Y en agosto, la terminal de transportes —una estación subterránea que enlaza varias líneas de metro y el tren a Nueva Jersey— fue encomendada a Santiago Calatrava, con una decisión que reconociendo la experiencia del valenciano en infraestructuras ferroviarias margina aún más al autor del Museo Judío de Berlín, enfrentado en Nueva York a fuerzas económicas más poderosas que los remolinos de la memoria culpable alemana. El menudo intelectual polaco-americano que se convirtió en primavera en el arquitecto más popular del planeta ha vivido un verano de sofoco y espinas.
Inspirada según su autor en la Estatua de la Libertad, la torre del mismo nombre se eleva con una aguja ajardinada para alcanzar los 1.776 pies de altura, fecha de la Declaración de Independencia Americana.
Durante el proceso de selección, Libeskind había sorprendido a sus colegas con un inesperado dominio de la mecánica mediática norteamericana, al que sin duda no fue ajena su esposa Nina, una canadiense que antes de colaborar profesionalmente con su marido había ejercido como politóloga y experta en la organización de campañas electorales. Llevado en volandas por dos empresas de relaciones públicas contratadas al efecto, el arquitecto comparecía en ruedas de prensa, concedía entrevistas y aparecía en programas de televisión explicando, con la bandera de Estados Unidos en la solapa, cómo su proyecto —en un remake del América, América de Elia Kazan— provenía de la imagen de la Estatua de la Libertad que se había grabado en su retina de inmigrante adolescente; cómo el muro de contención del río Hudson, que había quedado intacto y proponía dejar descubierto, era un símbolo de la firmeza de la democracia americana; y cómo la torre ajardinada que remataba el conjunto alcanzaba la altura exacta de 1.776 pies para recordar la fecha de la Declaración de Independencia.
El proyecto de Libeskind alcanza su cota más emotiva en el tratamiento del muro de contención original (arriba), y se muestra esquemático y previsible en el resto de los edificios que definen el conjunto (abajo).
Pero Nueva York bien vale una misa, y el comportamiento patriotero de Libeskind en un momento en que el país calentaba motores para la invasión de Irak sólo escandalizará a los que no hayan visto a otros arquitectos consiguiendo encargos tras proclamar su devoción incombustible por Juana de Arco, el Manchester United o el sushi. Más grave era la inconsistencia y superficialidad del proyecto, que si alcanzaba cotas emocionantes de memorial elegíaco en la plaza hundida a más de 20 metros de profundidad junto al descarnado muro de contención, resultaba esquemático en el grupo de torres facetadas que se incorporaban al skyline de Manhattan, y caprichosamente decorativo en las fachadas surcadas por una maraña de diagonales entre las pomposamente denominadas Cuña de Luz (definida por la posición del sol entre los dos impactos del 11-S) y Parque de los Héroes (en homenaje a los bomberos). Por lo demás, ya las primeras revisiones habían reducido la profundidad de la plaza a 9 metros para permitir el desarrollo de la estación subterránea, disminuyendo forzosamente el dramatismo de la escala inicial, y habían eliminado los jardines de la gran aguja que evoca el brazo de la Estatua de la Libertad, menoscabando también el élan utópico y lírico del proyecto.
El español Santiago Calatrava fue elegido para hacerse cargo de la estación subterránea (arriba); por su parte, Michael Arad y Peter Walker ganaron el concurso para erigir un memorial (abajo).
Tras la asignación a SOM del primer rascacielos, inevitablemente bautizado como Freedom Tower —que al llegar a los 1.776 pies (541 metros) permite a los promotores jactarse de estar levantando el más alto del mundo—, parece razonable conjeturar que Libeskind quedará constreñido a funciones cosméticas en la obra sobre rasante; y tras elegir a un autor de lenguaje tan característico como Calatrava para la estación, parece seguro pronosticar que el ganador del concurso será excluido de la obra subterránea. Las dos oficinas incorporadas a la reconstrucción de la Zona Cero aportan un acervo técnico y organizativo que beneficiará la verosimilitud de los presupuestos de Silverstein y los plazos de Pataki; pero difícilmente mejorarán la coherencia de un conjunto —al que todavía debe añadirse un monumento conmemorativo para cuyo diseño han concursado ¡5.200! equipos— que ya desde sus orígenes insinúa un carácter rutinario de enclave temático, donde las diagonales y fracturas recuerdan convencionalmente las huellas del trauma, y donde un esqueleto triangulado levanta hacia el cielo su patriotismo naïf y vacío.
Con su titánico ‘muro de las lamentaciones’, Libeskind soñó quizá con una Nueva Jerusalén, pero Nueva York es hoy una Nueva Roma, centro cosmopolita de un imperio reticente que se demora en los laberintos belicosos de Irakistán y se extravía en las hojas de ruta del conflicto palestino: el último imán suicida se inmoló tras retratarse con sus hijos en una guardería disneyficada, y el contraste entre la desesperación del sometido y la interiorización de los códigos estéticos de la metrópoli resume en una instantánea la ambigüedad perpleja de unos tiempos que combinan el desorden violento y la trivialización sonriente, donde los enemigos son cartas de baraja, Bush es un madelman vestido de piloto, Sadam aparece en carteles con el busto de Rita Hayworth y la tropa expedicionaria española corona su campamento babilonio con el toro de Osborne. Como una compensación especular, en Georgia se ha abierto el primer parque temático de la miseria, permitiendo a los hijos del imperio conocer las chabolas de tres continentes, confirmando la agudeza de Bradbury y Dalí al tener a Disney por visionario, y sugiriendo que Warhol no es ahora menos pertinente que Santiago Sierra.
Si el proyecto de la Zona Cero adolece de trivialidad, acaso sea porque el metabolismo de la metrópoli exige esa dieta descreída, y nos confundimos al demandar la contundencia sublime de lo heroico. En este imperio de los signos sin sentido y de los sentidos sin sustancia, las figuras derrengadas sobre las aceras de los neoyorquinos atrapados por el apagón del 15 de agosto evocan el teatro de la exterminación en las manifestaciones contrarias a la guerra, y al mismo tiempo recuerdan la alfombra de cadáveres extendida tres semanas antes frente a la embajada de EEUU en Monrovia para reclamar la intervención americana en el conflicto liberiano. Vivos o muertos, los cuerpos de la multitud envían un mensaje coral que contradice la exigencia cotidiana del perfil individual. Un local de tatuajes bil-baíno se anuncia con un lema délfico, ‘personaliza tu cuerpo’, sin entender que hoy la persona se diluye en la marca, y no hay signo en la piel más elocuente que el logo del patrocinador: el torso de David Meca es más contemporáneo que el de Jesús Gil, Fernando Alonso no puede reconocerse sin su mono, y Beckham se apocopa en una camiseta metonímica. La posh Victoria lo ha comprendido bien: «queremos nuestra propia marca» (con permiso de Florentino). Mientras tanto, la popular pareja ha adquirido una villa de ensueño en una isla artificial en Dubai, el mismo lugar donde SOM levantará una torre de 580 metros que permitirá a los Emiratos Árabes Unidos arrebatar a Nueva York el récord de altura que la propia SOM va a suministrar en la Zona Cero con la Freedom Tower. Los caminos del islam y del imperio son inescrutables.