Han pasado sólo seis meses desde que la vieja sede el Museo Whitney de Nueva York cerrase sus puertas para siempre con una multitudinaria retrospectiva de Jeff Koons, y ya se acaban de abrir las de la nueva, proyectada por Renzo Piano. Con un coste de 422 millones de dólares, el edificio es fruto de un encargo realizado en 2004 y responde al sueño largamente ambicionado de duplicar la capacidad del museo. Antes de Piano, lo habían intentado ya Rem Koolhaas y Michael Graves, pero sus propuestas para ampliar el precioso edificio original construido por Marcel Breuer en 1966 fueron rechazadas no sin dejar una estela de discusiones y polémicas.
Con toda esta historia a sus espaldas, no resulta extraño que la acogida del edificio de Piano haya sido desigual. La crítica neoyorquina ha llegado a ser panfletaria, al tildar el museo de «fábrica u hospital» o de «torpe kit de terrazas salientes y superficies inclinadas». Pero los neoyorquinos han adoptado rápidamente el museo como algo suyo, y valoran su apertura al contexto y su capacidad para hacer de catalizador urbano en una zona de Manhattan, el Meatpacking District, que además está de moda. Sea como fuere, es tan cierto que el collage de volúmenes facetados que forman el edificio resulta poco armonioso como que los interiores, tranquilos y precisos, saben realzar las 14.000 obras de arte norteamericano que atesora el museo. Ni es una obra maestra ni es el mejor edificio de Piano, pero el nuevo Whitney tiene carácter, y funciona.