Ciencia y tecnología 

El futuro es telépolis

En el urbanismo de Silicon Valley

Deyan Sudjic   /  Fuente:  Extracto del libro: El lenguaje de las ciudades
30/04/2018


Si hay algún sitio que pueda ser visto como el grado cero de lo que la industria dominante en el mundo ha llegado a ser, ese es Silicon Valley. Ese lugar es, por supuesto, una forma de hablar más que una ciudad real, con un gobierno y unos impuestos. Sin embargo, describe un lugar que ha tenido un impacto en la cultura del mundo y en su economía que equivale al de cualquier ciudad importante de los últimos cincuenta años. Ha atraído a la gente con talento y ambiciosa del mundo entero; ha creado nuevos entornos laborales, nuevas formas de ir y volver al trabajo; y ha acelerado la velocidad del cambio.

Más allá de las dos autopistas que forman un largo rectángulo entre San Francisco y San José, hay un rosario de pequeñas ciudades que constituyen Silicon Valley y que apenas existían en los años 1950. Se trata de un conjunto que puede asimilarse a una ciudad no tanto por su capacidad fabril (las fábricas de chips están en otros lugares), o por su tamaño y forma de gobierno, cuanto por la gente que es capaz de atraer; un factor que se reforzó más aún cuando surgió la primera generación de empresas de ordenadores en sus garajes. Apple, Google y Facebook están allí; Uber y Airbnb, que están transformando el transporte y la hostelería, respectivamente, no están lejos, junto con LinkedIn y Twitter. El mundo ha ido allí a mirar y aprender, igual que fue a explorar las ciudades industriales de Inglaterra, a principios del siglo XIX.

Si Silicon Valley tiene un centro, este es la Universidad de Stanford, oficialmente Universidad de Leland Stanford Junior, que recibió su nombre, en 1885, en memoria del único hijo del gobernador Leland Stanford y su esposa Jane. Muy cerca, en Sand Hill Road, en Menlo Park, está su centro financiero, donde se agrupan los fondos de capital riesgo. Stanford se construyó en las 3.200 hectáreas de tierras de cultivo que la familia donó a la universidad. Frederick Law Olmsted diseñó el campus, y se construyó todo en Estilo Misión, con paredes de arenisca y tejados rojos.

Ahora mismo, Stanford cuenta con 30.000 estudiantes y profesores: son 36 kilómetros cuadrados de reserva natural a los que se accede por una carretera de circunvalación llamada Campus Drive, que conecta con las dos autopistas que son las arterias principales de Silicon Valley. Además de la reserva natural, tiene un campo de golf y su propio acelerador de partículas. William Hewlett y David Packard, graduados de Stanford en los años 1930, fueron los primeros en iniciar un negocio de alta tecnología en un garaje de Palo Alto. Yahoo, Sun Microsystems, Netflix, LinkedIn, eBay y otro puñado más de empresas de éxito están vinculadas a la universidad. Larry Page y Sergey Brin prepararon el trabajo inicial que hizo posible Google en el campus, y dieron a la universidad una participación en la nueva empresa para dar licencia a la propiedad intelectual. Es el tipo de institución que a todas las ciudades ambiciosas del mundo les gustaría replicar. Cuando fue alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg intentó persuadir a Stanford de que estableciera un segundo campus en Governors Island, en medio del East River. En Gran Bretaña, Cambridge se acerca mucho al notable expediente de Stanford a la hora de producir graduados que, aprovechando sus conocimientos académicos, han iniciado negocios que han conseguido un dominio mundial, aparentemente de forma instantánea.

Una red de ciudades-Estado

La presencia de la universidad ha convertido el norte de California en el hogar de algunas de las empresas más ricas del mundo, y a su vez estas han enriquecido muchísimo a la universidad. Apple, que alcanzó una capitalización en el mercado de 710.000 millones de dólares en 2017 —un valor superior al PIB de Suiza, Nigeria o Polonia— tiene su base en Cupertino; Google está en Mountain View. Un día bueno, llegar a Google en coche desde el One Infinite Loop, como se llamaba el cuartel general de Apple, lleva seis minutos. Google sabe más de nosotros que la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA) y el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno del Reino Unido (GCHQ). Pronto empezará a vender vehículos sin conductor y está trabajando en unas lentes de contacto que podrán comprobar el nivel de azúcar en la sangre para los diabéticos. Google nos puede decir exactamente cuánto se tarda en ir en coche a un sitio, antes incluso de salir. En Menlo Park, a otros 16 minutos por la 101 US dirigiéndonos hacia el Oeste, está Facebook, que tiene más personas conectadas cada día (es decir, usando sus productos) que toda la población de China.

Apple, Facebook, Google y, arriba en Seattle, Amazon, son ya ciudades-Estado, sin pretensiones democráticas. Son oligarquías que no creen tener la obligación de pagar impuestos. Para las ciudades-Estado de Italia había algún tipo de control y de equilibrio entre la autoridad cívica y la religiosa, entre el papa y el emperador. En Silicon Valley no hay equilibrio: es la sede de un grupo de superpotencias globales, el producto de un crecimiento vertiginoso, responden sólo ante sí mismas y, sin embargo, dependen de la región más amplia de la que forman parte, igual que Florencia y Siena dependían del contexto italiano más amplio para sostener su cultura, identidad y seguridad.

La población total del área de la Bahía está repartida en ocho condados y asciende a unos siete millones de personas. Ese es el tipo de sopa urbana que yo mismo describí como The 100 Mile City, donde las bolsas de urbanismo tradicional flotan en un campo abierto, entre enormes polígonos industriales y grandes almacenes de transporte. Tiene en su interior un par de componentes que se podrían reconocer como ciudades, según el punto de vista europeo: San Francisco y Oakland. San Francisco, con unas 900.000 personas dentro de los límites de la ciudad, es la más densamente poblada de todo Estados Unidos. Tiene un centro y una vida peatonal, así como una de las mayores concentraciones de gente sin techo en los Estados Unidos. Un largo trecho de Mission Street, con sus albergues para vagabundos y sus durmientes callejeros, es precisamente la zona donde las empresas emergentes (start-ups) han buscado espacio para sus oficinas. San Francisco está lleno de las cosas que convencionalmente se asocian con la vida urbana: aceras, peatones, librerías, un teatro de ópera, comida callejera china y transporte público. Por su parte, Oakland, con menos habitantes, es similar. En cuanto a San José, se parece mucho menos una ciudad tradicional: es verde, de baja altura y con escasa densidad, aunque, después de décadas de ir ampliando sus fronteras, asegura que tiene más personas en su jurisdicción que San Francisco.

Los orígenes

Aunque la gente trabaja en Silicon Valley, no necesariamente vive allí. Los autobuses que llevan a los programadores de Google fuera de Mountain View han sido atacados por los habitantes más radicales de San Francisco. Y el dinero que se hace en Silicon Valley ha tenido un gran impacto en el valor de la propiedad en las calles residenciales de San Francisco. A lo largo de las seis décadas pasadas, Silicon Valley ha pasado por sucesivas reinvenciones, la primera de las cuales fue la fase de investigación, cuando Xerox envió a algunos de sus mejores cerebros desde los inviernos congelados del norte del Estado de Nueva York hasta Palo Alto. Se acomodaron en el Palo Alto Research Center, construido a tal efecto, llamado también Xerox PARC. Allí fue donde se hizo el primer trabajo sobre lo que se convertiría después en la interfaz gráfica de usuario (o GUI, por sus siglas en inglés) que abrió los ordenadores al mundo en general, cuando la comercializó Steve Jobs.

Los científicos de Xerox y las primeras empresas de tecnología se encontraron compartiendo el norte de California con los hippies y los tipos del Whole Earth Catalog de Stewart Brand. Brand fue una figura clave en el cruce entre los mundos de la tecnología y la contracultura, que influiría a Steve Jobs y posteriormente a Sergey Brin y Larry Page en Google. En tiempos vivió en un barco atracado en Sausalito, justo al otro lado del puente Golden Gate de San Francisco. Ponche de ácido lisérgico de Tom Wolfe, un relato del viaje de Ken Kesey, marcado por el LSD, en busca de Grateful Dead, los Ángeles del Infierno y Timothy Leary, retrata a Brand al volante del autobús mágico lleno de Alegres Bromistas. Publicó el Whole Earth Catalog, un antepasado analógico de Wikipedia que llevaba el subtítulo de ‘Acceso a herramientas’, desde paneles solares hasta cúpulas geodésicas, pasando por la tecnología emergente de VCR y la autosuficiencia. La edición de 1969 llevaba en la portada una imagen de la Tierra como un disco azul en una nube arremolinada, en claro contraste con el negro del espacio: la materialización de la Spaceship Earth de Buckminster Fuller.

Brand representó un papel muy importante trabajando con Douglas Engelbart, el ingeniero al que se reconoce la invención del ratón de ordenador, el hipertexto y el correo electrónico. Esa fecundación cruzada entre especulación utópica, física y matemáticas, y entre una autonomía independiente y la creación de riqueza, fue lo que moldeó el urbanismo de Silicon Valley. Es una visión de la vida de la ciudad que se basa en una mezcla de lo utópico y lo brutalmente poco sentimental, donde el paso del cambio se acelera constantemente y donde todo espacio aparentemente público es privado en realidad y está sometido a una vigilancia permanente, y, finalmente, donde las empresas se han apropiado de la vida del empleado y de su ocio, de suerte que el reloj de Apple se ha convertido en un símbolo de esclavitud. En este contexto, tres de las cuatro empresas más poderosas y ricas del planeta se están construyendo unos cuarteles generales prodigiosos en una zona a la que, vista con perspectiva, debe que prestarse tanta atención como la que en su momento prestaron Engels y Schink a Manchester y sus fábricas.

¿Sedes corporativas o parques infantiles?

Steve Jobs hizo una de sus últimas apariciones en el centro comunitario de Cupertino. Cupertino no quería más oficinas, y obligaba a limitar a trece metros la altura de las nuevas urbanizaciones. Pero Jobs consiguió salirse con la suya cuando presentó su proyecto para un nuevo cuartel general de Apple, en 2011. Norman Foster, en estrecho diálogo con Jobs, y, tras la muerte de Jobs, con el diseñador más conocido de Apple, Jony Ive, dio al edificio la forma de un anillo continuo que acoge ya a 16.000 personas.


Frente a la anomia y la fragmentación de la antigua sede de Apple en Cupertino, el edificio de Foster proponeun gesto único y rotundo, de mayor escala, que crea un trozo de ciudad con una identidad reconocible.
Foster + Partners, Apple Park, Cupertino
Interior Apple Park


Teatro exterior Apple Park

Si el tamaño es un aspecto de la ciudad-Estado de Silicon Valley, el cambio rápido es otro. Según los estándares locales, Apple es un negocio ya maduro. Estuvo en Cupertino desde sus primeros momentos, cuando emergió del garaje en el cual Jobs y Steve Wozniak empezaron a pensar sus ordenadores, en 1976. Pero, en los seis años transcurridos entre 2009 y 2015, Facebook ha crecido incluso más rápidamente que Apple, y ha ocupado cuatro edificios distintos como cuartel general. Se trasladó de una oficina en Palo Alto a un edificio en el parque científico de Stanford, y de ese parque científico pasó a la sede de Sun Microsystems en Menlo Park, de 90.000 metros, lo bastante grande para albergar a las 6.000 personas que empleaba en 2012. Más tarde, Zuckerberg le pidió a Frank Gehry que pusiera a tantos de sus empleados como fuera posible en un solo espacio, lo cual es una medida de la velocidad del cambio en Silicon Valley: los imperios industriales, que antaño habría costado una vida entera construir, ahora surgen y se hunden en el mismo tiempo en que un smartphone se queda obsoleto.


Junto a la antigua sede de Sun Microsystems en Menlo Park, Frank Gehry ha creado para Facebook un conjunto azaroso que estará dotado de la sala más grande del mundo, donde cabrán los 2.800 empleados de la empresa. 

Como Google, Sun Microsystems fue fundado por un par de graduados de Stanford en 1982. En 2006 tenía 38.000 empleados en todo el mundo; cuatro años más tarde se había esfumado. Zuckerberg compró el edificio cuando la compañía fue vendida a Oracle en 2010. Los arquitectos contratados por Zuckerberg (de la oficina Gensler) trataron el edificio —que había ganado premios por su eficacia medioambiental cuando se completó en 1996— como si fuera un dinosaurio de la era del vapor. El principio fundamental para Zuckerberg era tener a la gente trabajando junta para crear interacciones no planificadas, producidas al azar. Así, la primera era dorada de las empresas emergentes creadas en garajes dio lugar a unos polígonos empresariales de colores pastel. Ahora estamos en la época de los edificios monumentales colonizados por okupas de clase alta: hay grafitis, instalaciones, muebles reciclados, y mensajes irritantemente adolescentes en las paredes: ‘¡Muévete rápido y rompe cosas!’. En contraste, cuando IBM estaba en su mejor momento, en los años 1970, las paredes estaban llenas de sugerencias de Paul Rand, del tipo: ‘¡Piensa!’.

Planta del edificio de Facebook en Menlo Park

Facebook ha pasado de su hogar ‘retro’ en lo que en tiempos fue el edificio de Sun Microsystems en Menlo Park a un espacio muy extenso proyectado por Frank Gehry y que permite a Zuckerberg sentarse en medio de lo que, al parecer, es la sala más grande del mundo, rodeado por 2.800 de sus empleados.

Por su parte, Google, con base en Mountain View, ha considerado diversos planes de crecimiento, primero trabajando con lo que en tiempos fue la firma convencional NBBJ —especializada en arquitectura corporativa americana—, y más recientemente con el inestable emparejamiento entre el hiperactivo arquitecto danés Bjarke Ingels y el diseñador británico Thomas Heatherwick.

BIG, sede de Google en Mountain View

El ayuntamiento de Cupertino dio permiso a Apple para construir su nuevo cuartel general, pero el de Mountain View adoptó una línea más dura respecto al de Google. No quería verse convertida en una ciudad de una sola empresa. El proyecto de Ingels y Heatherwick abarcaba en teoría 185.000 metros cuadrados. Según una manera de pensar conscientemente anticonvencional y teórica, se usarían unos robots que fueran ‘hackeables’ (la nueva palabra para ‘adaptable’) con el objetivo de crear diseños personalizados, infinitamente flexibles. Así, los empleados de Google trabajarían bajo cielos artificiales, burbujas gigantescas que parecían haber tomado como ejemplo las cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller. Pero el ayuntamiento de Mountain View respondió que sólo daría licencia al 25 por ciento del plan, pues quería que LinkedIn ocupara el resto del espacio.

Estos sitios recuerdan la envergadura de los enormes complejos exurbanos de la Costa Este que albergaron a los burócratas que dejaron Nueva York para irse a vivir a las afueras. Pero las gigantescas sedes corporativas de Silicon Valley no estrán hechas siguiendo el modelo tradicional de cubículos para negocios rígidos y formales. No son oficinas ni centros de llamadas, sino invernaderos para cultivar mentes creativas. Están llenos de cerebros que necesitan ser cuidados con mimo. Estos cerebros pertenecen, en su mayor parte, a los más jóvenes y narcisistas, que exigen tiendas de reparación de bicicletas en la propia empresa para que les arreglen sus Pinarello; necesitan pufs de bolitas y pizza servida las veinticuatro horas; necesitan artistas residentes internos; necesitan comida vegana y tofu; y, sobre todo, necesitan el poder interactuar entre ellos como locos, todo el tiempo.

Interior sede de Google en Mountain View
Interior de la sede de Google

La escritora americana Alexandra Lange compara el edificio Foster para Apple desfavorablemente con respecto a las otras sedes gigantescas de Silicon Valley. Le parece que mira atrás, a los días en que las grandes empresas como Union Carbide se trasladaron fuera de Manhattan, a unos complejos de oficinas construidos ex profeso en el lujoso Connecticut de las afueras, y poco después acabaron caducando debido al aburrimiento y la irrelevancia. Pero esas oficinas de la Costa Este de los años 1960 establecían una distinción clara entre el trabajo y el ocio, entre el tiempo de la empresa y el individual. Facebook y Google intentan recrear la informalidad casual de una vida callejera moderna dentro del complejo en un entorno de seguridad controlada. En cierto sentido, están infantilizando a sus trabajadores que, en sus vidas laborales, siguen viviendo en un estado semipermanente de adolescencia; de hecho, el cuartel general de Facebook es como una ciudad universitaria, sin dormitorios comunitarios. En contraste, la pulida estructura de Foster, que se compara inevitablemente con el diseño de los productos de la empresa, parece tratar a sus empleados como adultos. Están trabajando no en Starbucks o en el vestíbulo del Hotel Ace, sino en un edificio adulto, dedicado a la investigación y al pensamiento creativo.

Todavía no sabemos qué esperanza de vida tendrán los complejos del tamaño de una ciudad que se está construyendo ahora en Silicon Valley. Podrían desvanecerse con mayor rapidez aún que Sun Microsystems. Pero las grandes empresas ahora tienen un poder económico sin precedentes, concentrado en unas pocas manos. En ese mismo lugar desapareció Kodak, que tuvo unas ganancias enormes durante muchas décadas y contaba con 80.000 puestos de trabajo especializados. Nadie en Silicon Valley tiene la intención de desaparecer del mismo modo.

Urbanismo a cámara rápida

De los grandes complejos corporativos de Silicon Valley se suele decir que dan la espalda a la ciudad, y que luego intentan inyectar la esencia de la vida ciudadana en sus entornos controlados. A lo largo de los años se les ha ido dando cada vez mejor crear las señales que sugieren un urbanismo auténtico. Es la versión Disney del urbanismo, que ha pasado de sustituir al original con una copia a suplantarlo. La cuestión que todavía no tiene respuesta es si se les dará mejor fomentar una cultura corporativa que les ayude a escapar del mismo destino que Kodak.

El antiguo complejo de Apple en Cupertino desprendía el inconfundible aroma de los bloques de color vainilla de un parque empresarial cualquiera, perdido entre interminables aparcamientos, típico de los complejos corporativos del norte de California, la expresión insulsa del capitalismo tardío acechante y vagamente siniestro que podría proceder de las páginas de una novela de J. G. Ballard: un mundo acorralado detrás de unas verjas invisibles, barrido sin cesar por cámaras de seguridad giratorias; un mundo que aparentemente ha vuelto la espalda a las complejidades y los accidentes de la vida ciudadana. El edificio de Foster es mucho más ambicioso en conjunto, y diferente en escala y objetivo. Ofrece la posibilidad de crear un trozo de ciudad que quizá pueda sobrevivir a la empresa que lo construyó.

Si vemos Silicon Valley como un lugar sin pasado, desde luego nos estamos perdiendo algo. Hace tres cuartos de siglo, antes de que el propio Jobs se estableciera aquí, ya era un lugar con bastante atractivo para empresas de todo el mundo. Camillo Olivetti, un brillante licenciado de Italia, estuvo en Stanford antes de volver a casa y crear su propia empresa, un siglo antes de que existiera Google. En los primeros tiempos la empresa Olivetti sólo fabricaba máquinas de escribir; luego entró en el negocio de las calculadoras; y, finalmente, en 1959, bajo la guía del hijo de Camillo, Adriano, construyó el primer ordenador central de Italia.

Resulta instructivo saber dónde albergaba Olive-tti (que durante décadas fue, como hoy lo es Apple, la empresa de diseño más admirada del mundo) sus equipos de investigación, para compararlo con la manera en que lo hace Apple. Los diseñadores de Olivetti no se encontraban en Ivrea, la ciudad de la empresa situada junto a Turín (no muy distinta de Cupertino o Mountain View), sino en el Corso Venezia, en el corazón de Milán: creían que era la única manera de atraer a gente del nivel que ellos necesitaban. Se alojaban en un seminario de piedra color miel construido en estilo barroco en 1652 por Francesco Maria Richini, cuya entrada tenía un frontón muy sofisticado, flanqueado por un par de cariátides. En el patio se encontraba todavía una capilla: la archidiócesis alquilaba solo los dos pisos superiores a la empresa. Olivetti se fue de allí hace mucho tiempo, pero Corso Venezia sigue siendo todavía una pieza preciosa y vital de la ciudad, treinta años después.

El modelo de urbanismo de Silicon Valley aún tiene que demostrar su longevidad. Hasta ahora, ha evolucionado destrozando lo que había antes. Ha construido un modelo de urbanismo alternativo que es lo opuesto al Manchester del siglo XIX. No ha tenido necesidad alguna de un proletariado industrial, ahora deslocalizado en Asia. La élite está atendida por camareros y chefs, limpiadores y chóferes, instructores de yoga, banqueros y abogados. Silicon Valley es una ciudad que no tiene necesidad de grandes rascacielos, fábricas o suburbios con trabajadores de cuello azul, en la medida en que su economía está basada en una combinación sin precedentes de velocidad y cambio. Por primera vez en la historia, los nuevos productos se pueden vender por millones el mismo fin de semana en que se produce su lanzamiento. Es una velocidad de cambio que no deja tiempo para monumentos.

Pero, igual que la explosión digital no ha terminado con la necesidad humana de los objetos físicos —desde el culto de los discos de vinilo hasta los libros y el arte—, Silicon Valley deja el hambre de una forma más permanente de construcción de la ciudad: aquella que mantenga los restos de la vida que se vivió en ella, y del paso del tiempo.


Deyan Sudjic es autor de El lenguaje de las ciudades (Ariel), libro del que se ha extraído este artículo.


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