La noche del 24 de junio en Londres se asociará a partir de ahora con una imagen digna de una película de catástrofes: la de la Torre Grenfell, de 62 metros de altura, siendo devorada por las llamas y tiñendo de rojo el cielo. El resplandor no era sino la parte visible de la tragedia oculta que se estaba produciendo en este edificio de viviendas para familias modestas, y que al final se saldó con al menos ochenta fallecidos.

Es difícil encontrar precedentes en la historia reciente de Londres y, por ello, han sido inevitables las sospechas de negligencia, sobre todo teniendo en cuenta que el edificio —levantado en 1967 como parte de la red pública de alquileres— había sido rehabilitado en 2016 para «durar otros cien años».

No ha sido el caso, por supuesto, y las investigaciones apuntan a que la tragedia pudo deberse al uso de polietileno en la fachada y a la ausencia de rociadores. El Ayuntamiento ha puesto en marcha una campaña de inspección que de momento se ha saldado con el traslado de cientos de afectados (en su mayor parte inmigrantes) y con el dato inquietante de que unos seiscientos edificios en Inglaterra están revestidos con un material similar. De aquí a que prenda la llama de la protesta social sólo hay un paso.