Con cada temporada, los clubes de fútbol renuevan sus equipaciones, en una muda anual que permite ir sofisticando la tecnología de tejidos y patronajes para mayor confort de los jugadores, pero que en esencia introduce cambios mínimos sin otro propósito que disparar la venta de merchandising. Sabedor de que el futuro del deporte rey tiene poco que ver con el balón y más con lo que lo rodea, el Real Madrid este año no solo ha renovado el ropaje de su plantilla, también el de su estadio, con idea de dinamizarlo y convertirlo en escenario de espectáculos multitudinarios. Pero como ocurre con la puesta a punto de las remeras, la colosal obra —viejo sueño del presidente Florentino Pérez— tiene tanto de técnico como de superficial: un prodigio ingenieril, que permite cubrir el estadio y replegar el césped en un hipogeo, oculto tras un flotador carenado que, tapando la vieja estructura, le da una imagen ‘galáctica’ para hacer las delicias de los turistas.

Sumando metros comercializables más que aforo, el Bernabéu ha suscitado reacciones más allá de la arquitectura propuesta por L35, gmp y Ribas & Ribas, ya que la idea de aprovecharlo al máximo cuando no hay partidos lo ha vuelto un foco de masificación y ruido en perjucio de la vida de barrio. Es de celebrar que la dirección no tomase la iniciativa ‘fácil’ de trasladarse a las afueras, pero no parece que la convivencia con otras actividades que posibilita la costosa reforma se haya estudiado con el cuidado que cabe esperar en una gran dotación céntrica. Y entre premios al mejor campo y procesos judiciales por violar ordenanzas, las ‘mocitas madrileñas’ del himno blanco ya no saben si acudir alegres y risueñas a ver a Mbappé o a Taylor Swift.