Puede ser que buscándolo no lo encuentres. No tiene un nombre, ni ningún cartel que lo señale. Y no parece precisamente un monumento, sino más bien unas ruinas misteriosas ocupando toda una manzana en pleno centro de Berlín. Sin embargo, una vez cruzado este mar de prismas color grafito, la conclusión —al menos la mía— es que el Monumento a los judíos europeos asesinados, de Peter Eisenman, tiene tal poder evocador que algún día se convertirá en el símbolo de la capital reunificada.
Como las olas de una playa, el monumento lame los bordes del solar y se eleva sutilmente desde las aceras como una nube densa de formas rectangulares repetidas. A medida que el terreno va descendiendo hacia el centro de la manzana con una suave pendiente hasta bajar unos dos metros por debajo del nivel de la calle, las 2.711 estelas tamaño sarcófago van creciendo progresivamente, siendo la mayor apenas dos veces la altura de un adulto. La rigidez de la trama, que deja entre los redundantes rectángulos unas franjas pavimentadas de un metro de ancho, queda suavizada por la inclinación hacia fuera de muchas de las piezas, que parecen haberse quedado así por el abombamiento del terreno. En medio de esta masa ondulante de bloques gris oscuro, el visitante pierde contacto visual con su entorno —la vecina embajada americana, la cuádriga de bronce de la Puerta de Brandenburgo, la cúpula cristalina del restaurado Reichstag, las copas de los tilos del Tiergarten y los pináculos de los nuevos rascacielos de la Potsdamer Platz—, y sucumbe al vacío silencioso de un sepulcro... [+]