Pese a la excepcional acogida que ha tenido siempre por parte del público, el edificio Ágora de Calatrava se ha visto con suspicacia por la crítica. No solo por el populismo visual del que hace gala la construcción; también —y sobre todo— porque esa especie de esqueleto de ochenta metros de altura resulta más bien inútil, como evidencia el hecho de que la Generalitat Valenciana se haya gastado 19 millones en volverlo funcional. El resultado del empeño puede ya visitarse: varias salas de exposiciones, un auditorio, un restaurante y una librería contenidos en una serie de piezas biomiméticas que su autor, Enric Ruiz-Geli, denomina ‘células vivas’, y que componen un repertorio de folies que dotan de escala al conjunto al tiempo que, con redundancia algo tediosa, añaden una nueva metáfora a la que de por sí tenía ya el edificio.