La arquitectura aspira al placer perfecto del jardín. El fotógrafo José Manuel Ballester —que ya ocupó la portada de ‘Utopías útiles’ con su versión despojada de El jardín de las delicias— expone en el botánico madrileño De arboris perennis, un proyecto al que pertenecen los naranjos y laureles que extrae de La primavera de Botticelli, y esa representación exacta del jardín esencial nos reconcilia con el mundo natural cuando la buena estación fomenta la vida al aire libre. El plein air impresionista exaltaba lo campestre, pero en la tabla renacentista el bosque frutal evoca el huerto mítico del jardín del Edén, hortus conclusus de disfrute recoleto o ameno prado de reunión pagana, y la imagen desnuda de figuras nos interpela con la columnata de los troncos, una arquitectura vertical que se eleva desde la hierba esmaltada de flores hasta las copas grávidas de frutos. Tras esa naturaleza doméstica y feraz hay que imaginar un maestro jardinero como el que retrata Paul Schrader en la película que culmina su trilogía sobre la redención, porque el cuidado de las plantas exige una atención penitencial.
Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro: la frase atribuida al político y polígrafo cubano José Martí condensa con precisión poética la responsabilidad compartida por proteger la vida en el planeta, asegurar la pervivencia de nuestras sociedades, y acrecentar el capital simbólico de la especie. Con el lenguaje de la ciencia, propone contribuir a la transmisión de información por el canal genético y por el canal cultural, porque tan importante es la reproducción de la materia orgánica como el legado del conocimiento. Y si la progenie o la producción intelectual se ciñen al ámbito de lo humano, el árbol puede representar las restantes formas de vida, cuyo respeto es imprescindible para garantizar nuestra propia supervivencia, y con las que nos vinculamos inextricablemente. Quizá nadie expresó mejor ese vínculo que Miguel Hernández en la ‘Elegía a Ramón Sijé’, donde el amigo muerto se transforma en tierra fértil para que el poeta pueda escribir «Yo quiero ser el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas», obteniendo el consuelo de saber que «volverás a mi huerto y a mi higuera».
Esta comunidad esencial con las distintas formas de vida vegetal está seguramente en el origen del deseo universal de una casa con jardín, por más que sepamos hasta qué punto el hábitat disperso es difícilmente compatible con un uso eficaz de los recursos materiales y energéticos que permita enfrentarse al desafío del cambio climático. Si la ciudad compacta es el mejor instrumento para hacer sostenible la humanidad urbana y para proteger los espacios naturales de la avidez inmobiliaria, ello no significa que debamos renunciar a la presencia de la vegetación mediante los parques, las calles arboladas o las macetas del balcón. Para disfrutar de las plantas, desde luego, no hace falta creer en la inteligencia que les atribuye el neurobiólogo italiano Stefano Mancuso; sin embargo, lo mismo que todos somos holobiontes formados por la asociación simbiótica con nuestra microbiota, un bosque es un superorganismo con un comportamiento que podría describirse como consciencia. Sea como fuere, «il faut cultiver notre jardin»: el Voltaire de Candide habla un lenguaje que los arquitectos entendemos.