Como es bien conocido, Le Corbusier embarcó hacia Buenos Aires desde Burdeos a bordo del Massilia el 14 de septiembre de 1929. Con él viajaba Adelina del Carril, quien, junto con su marido, Ricardo Güiraldes (que había muerto en París dos años antes), había formado parte de la jeunesse dorée argentina que frecuentaba la capital francesa. En Précisions sur un état présent de l’architecture et de l’urbanisme —una recopilación de las conferencias que dio en Buenos Aires en el otoño de 1929— Le Corbusier recordaba: «¡París! Un espejismo para los argentinos. El argentino que no está obligado a ‘hacer las Américas’ divide su vida y sus pensamientos entre su país y Francia.»1 El matrimonio compartía su interés por la cultura francesa con un grupo, pequeño pero influyente, de intelectuales argentinos que incluía a la escritora Victoria Ocampo (quién organizó el viaje de Le Corbusier a Argentina) y a Alfredo González Garaño (uno de los dos «amigos americanos cercanos» del viajero).
Le Corbusier estaba fascinado con la imagen idealizada de la pampa argentina y con el papel desempeñado por los ‘estancieros’ (terratenientes) en la construcción del país. En Précisions escribió: «La historia de América me resulta muy estimulante, a pesar de sus horrores, sus matanzas despiadadas, sus destrucciones ejecutadas en nombre de Dios.» Esta lectura mistificada y sesgada de la historia y del paisaje se debía, en parte, a la visión de sus anfitriones argentinos. En 1929, Le Corbusier señaló: «Pero yo mismo vi, en casa de mi amigo Gonzalès Garraño [sic] en Buenos Aires, la historia de los colonos de Argentina, descrita por aquellos admirables dibujantes de litografías de mediados del siglo XIX. Esa odisea de la pampa tiene menos de cien años (...) Hay todavía en las familias argentinas hijos de quienes la vivieron. Todavía hay gente excepcional, retirada en alguna magnífica estancia (hacienda de campo tradicional de la pampa)»...