De todos los paisajes posibles, el que uno ve todos los días es el que más desaparece. Hace tiempo trazamos la silueta de una nube sobre una ventana. El vidrio extendía sus funciones con el dibujo: además de tratar infructuosamente de ser invisible para dejar ver más allá y de tratar prodigiosamente de ser un espejo, esa línea continua sería suficiente para hacer una tela del cristal. Terminada la figura de la nube, como es natural, su forma y posición eran otras y, al poco rato, ya se había evaporado contra el horizonte. La segunda nube, la dibujada, recordaba ahora vagamente la primera. Con unos hierros enclenques, apenas encumbrada en una escalera, construimos una tercera nube que, en su modestia, supera las dos anteriores. Entre inocencia y designio, ahora la figura se llena con un cielo enrarecido, girando sobre sí misma, a la suerte del viento o de unos pocos peregrinos.