El museo se ubica entre dos paisajes divergentes: el del casi impenetrable bosque, sombrío en su interior por la densa vegetación, y el del valle agrícola de Vézère, geométricamente moldeado por el hombre y abierto al cielo. Inspirado por las pinturas rupestres que reproduce a escala real (las originales están protegidas desde 1963 y no están abiertas al público), el edificio utiliza las irregularidades de la roca para dar forma al interior, como los artistas prehistóricos se ayudaban de las paredes pétreas para moldear las siluetas de los animales. Sirve, además, como centro de interpretación, informando a los visitantes sobre la historia del lugar. El exterior, en sintonía con el concepto de cueva, se integra en el paisaje, apareciendo como una grieta entre la falda de la montaña y el valle. Está orientado hacia el norte, y la silueta del corte artificial que construye se integra en la colina que lo contiene. Los espacios más públicos como la cafetería o la recepción se vinculan a la zona exterior, con luz natural gracias a la fachada acristalada, mientras que el museo se encuentra en la oscuridad del interior, recreando en el recorrido—a los visitantes se les suministra una ‘antorcha’ interactiva— la experiencia de adentrarse en una cueva. Algunas piezas también se iluminan cenitalmente, creando escenografías que dinamizan el recorrido.