El privilegiado emplazamiento del museo condiciona obligatoriamente el proyecto que, desde el origen del diseño, quiere ser un gran mirador hacia el horizonte del Mar del Norte. Con una geometría estricta, los 500 metros cuadrados de edificio tubular funcionan como una gran viga que vuela sobre la colina en busca de un paisaje enmarcado y se cierra hacia las demás orientaciones para permitir así suplir las necesidades del programa. Esta morfología hace, además, que en un futuro el museo pueda extenderse haciéndolo crecer linealmente desplazando únicamente la entrada posterior.

El museo es un gran volumen diáfano con espacios interiores de dos alturas con una flexibilidad programática similar a la de un gran cargo container —nombre con el que el que público local ha bautizado al museo— y que da cabida a la heterogénea colección del cliente, caracterizada y destacada por su encanto caótico. La fachada exterior se construye con un hormigón al que se le añade leche agria y nutrientes que favorecen el crecimiento de líquenes y musgos que van colonizando las paredes progresivamente y camuflándolas con su entorno. Con el paso de los años sólo quedarían visibles los dos grandes ventanales y una superficie de ramas de enebro tejidas que flanquea el acceso principal.