Una biografía de Le Corbusier y diez cintas en las que Philip Johnson pasa revista a su vida ponen el acento en el complejo tejido de vínculos personales que fabrican el tapiz de la arquitectura y modelan el carácter de sus protagonistas. Si usted quiere saber de quién era el hueso humano que Le Corbusier llevaba siempre consigo, o quién tomó la decisión de utilizar bronce en la estructura del Seagram de Mies, debe leer estos libros.
Sobre Le Corbusier, creemos saberlo todo. Sin embargo, tras casi 400 monografías de su obra, el personaje se escurre como agua entre los dedos. La monumental biografía de Nicholas Fox Weber se propone remediar ese estado de cosas recogiendo un formidable caudal de información sobre el que muchos juzgan el más grande arquitecto del siglo pasado. Utilizando como fuentes primarias esenciales la muy abundante correspondencia de Le Corbusier y un sinnúmero de entrevistas con personas que llegaron a conocerlo, el autor —un historiador de la cultura graduado en Yale que dirige la Josef and Anni Albers Foundation y ha publicado, entre otras, una biografía de Balthus— nos ofrece un retrato minucioso y persuasivo que ilumina muchas de las zonas en penumbra de la peripecia personal del arquitecto con una mirada donde se reúnen la empatía y la voluntad inquisitiva. Resultado de nueve años de trabajo, que le han permitido visitar casi todas las obras y familiarizarse con un colosal acopio documental —contrayendo deudas de agradecimiento que se enumeran en ochopáginas grávidas de menciones—,el libro de Weber nos descubre unLe Corbusier inesperado: un reformador calvinista y megalómano, desde luego, pero también un hijo devoto, un hedonista melancólico y un artista intuitivo.
Los que busquen pruebas de su egocentrismo las hallarán en abundancia, desde la eliminación del nombre de su primo y socio Pierre Jeanneret en los volúmenes sucesivos de la obra completa hasta la desaparición de Amédée Ozenfant en la autoría de Vers une architecture —tanto los artículos de L’Esprit Nouveau allí compilados como la primera edición del libro en 1923 estaban firmados porLe Corbusier-Saugnier, pseudónimo este último adoptado por Ozenfant al mismo tiempo que Charles-Edouard Jeanneret elegía Le Corbusier como nombre artístico—, pasando por la fagocitación profesional de Charlotte Perriand, que pasaría diez años en su taller sin apenas obtener crédito por su trabajo en el terreno del interiorismo y el diseño de mobiliario.
Al mismo tiempo, los atraídos por la esencial fragilidad de nuestra existencia encontrarán numerosos argumentos en esta biografía, comenzando por la relación de Le Corbusier con su madre, Marie Charlotte Amélie Perret, a la que escribió semanalmente hasta su muerte a los 99 años —cinco antes de que el arquitecto fuera al encuentro con la suya propia en las aguas del Mediterráneo, en un episodio del que Weber sugiere pudo ser un suicidio—, sin que esa piedad filial alterara la preferencia de Marie por su hijo mayor, el musicalmente dotado y emocionalmente inestable Albert. Desde luego, las cartas —a su madre y a su esposa Yvonne Gallis, pero también las dirigidas durante décadas a su confidente William Ritter, un crítico musical y novelista, católico devoto y abiertamente homosexual al que conoció en Múnich por mediación de su mentor Charles L’Eplattenier, y a su amante americana Marguerite Tjader Harris, una rica divorciada de origen sueco con la que se escribió durante treinta años— dibujan una personalidad tierna e insegura, más emocional que intelectual, obsesionada con el sexo, el arte y el reconocimiento. Disciplinado y sensual, juguetón y arrogante, Le Corbusier emerge del texto de Weber con un brillo oscuro que no elude sus desorientadas incursiones en la política: coqueteó por igual con los comunistas soviéticos y con el régimen colaboracionista de Vichy —lo que le valió la ruptura con Pierre—, intentó tener por patronos a dos presidentes de Estados Unidos y acabó hallando su príncipe en el Pandit Nehru, después de fracasar en su empeño por construir las dos sedes sucesivas del gobierno mundial, la Liga de las Naciones en Ginebra y las Naciones Unidas en Nueva York. Ambas decepciones se describen en detalle en unabiografía amena y rigurosa que cabe calificar de modélica, y donde los conflictos y complicidades con clientes o colegas están inevitablemente más presentes que los propios proyectos arquitectónicos, a menudo descritos con cierta candidez, circunstancia ésta poco relevante habida cuenta del extraordinario acervo de publicaciones centradas en la obra.
También son las relaciones personales el hilo conductor de las diez conversaciones con Philip Johnson que Robert Stern grabó en 1985 con la condición de retrasar su difusión hasta la desaparición de su protagonista, circunstancia que se produjo en 2005, a los 98 años de edad. Eficazmente editadas por Kazys Varnelis, las cintas ofrecen un panorama excepcionalmente chispeante del escenario europeo de la época de las vanguardias —que Johnson conoció íntimamente a través de sus viajes y el contacto directo con los actores principales— y de la arquitectura norteamericana posterior, mediante el extenso recorrido biográfico del que fue, gracias a su presencia en el MoMA, el personaje más poderoso de la escena neoyorquina durante más de medio siglo. Sus lazos con Alfred Barr y Henry-Russell Hitchcock (con quien realizó la famosa exposición de 1932 que introdujo el Estilo Internacional en América), su devoción a Mies van der Rohe en contraste con la hostilidad de ambos hacia Walter Gropius, y su relación con sus colegas americanos, desde Frank Lloyd Wright hasta Eero Saarinen o Paul Rudolph, pespuntean un texto donde también se comentan con naturalidad los avatares de su vida sentimental homosexual o los extravíos de su militancia política filonazi durante los años 30. Con todo, y pese al inteligente y mordaz interrogatorio de Stern —junto con Peter Eisenman, que en 1982 grabó otra colección de cintas hasta ahora inéditas, el arquitecto más próximo a Johnson, lo que no le impide una leal distancia de historiador— sus seis años de política extremista quedan considerablemente desdibujados frente a los perfiles más nítidos del resto de su itinerario vital, salpicado de anécdotas venenosas,comentarios agudos e iluminaciones deslumbrantes. Casi octogenario, el arquitecto de estas cintas parecía haber clausurado su carrera de dictador del gusto, pero todavía en 1988 regresaría al primer plano del debate de las tendencias con su exposición sobre el deconstructivismo. Probablemente, el autor de estas cintas creía saberlo ya todo sobre Johnson, pero el viejo prestidigitador tenía aún un conejo enla chistera. Por cierto, el hueso quellevaba Le Corbusier provenía de lacremación de su esposa Yvonne, y usar bronce en el Seagram fue decisión del cliente de Mies, Samuel Bronfman.