Si existe una genuina Babel horizontal, esa es sin duda la Ciudad de México. La Torre de Babel bíblica fue durante mucho tiempo emblema de la cupiditas aedificandi; y los arquitectos eligieron las representaciones atareadas de su construcción como símbolos de su empeño en superar límites técnicos o teológicos. De un tiempo a esta parte, el apetito edificador se expresa más bien a través de la extensión indefinida de las urbes, en un sprawl o desparrame sobre el territorio que bien puede llamarse Babel horizontal, durante décadas ilustrada con la imagen nocturna de una interminable ciudad de Los Ángeles, y hoy representada elocuentemente por la capital de México, a la que el escritor Juan Villoro ha dedicado un volumen emocionante e imprescindible.
Tomando como título la definición de la Pampa que acuñó Pierre Drieu La Rochelle, El vértigo horizontal reúne 44 textos que combinan la crónica o el ensayo con la autobiografía de quien a lo largo de sesenta años ha vivido en unas doce direcciones diferentes, y que compone este retrato pixelado de su ciudad superponiéndolo a modo de palimpsesto a su propio itinerario vital. Este laberinto de la memoria finge ordenarse con seis líneas de viaje que agrupan los textos por su temática, y a cada uno se atribuye un logo y una estación en una presentación gráfica que se asemeja al plano del metro mexicano, al que el autor dedicó hace veinticinco años el primero de estos ensayos.
Villoro propone al lector elegir las rutas que más le interesen, algo que obliga a mencionar Rayuela, que también sugería diferentes órdenes de lectura; y la acumulación de materiales heteróclitos hace creer al prologuista que la obra tiene una deuda con el Libro de los Pasajes. Julio Cortázar y Walter Benjamin aparecen en efecto en el relato, pero el enfoque caleidoscópico del volumen tiene poco que ver con la pirotecnia experimental o con el collage bibliotecario: su trenzado minucioso de la nostalgia con la crónica social o política evoca más bien la Roma de Alfonso Cuarón o Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, un ‘niño de la colonia Roma’ al que se cita en varios de los capítulos, definiéndolo como el «mejor crítico del progreso en la literatura mexicana del siglo XX».
El vértigo que experimenta Villoro ante el crecimiento incontenible de la ciudad no le hace sin embargo hostil al progreso, por más que persiga reductos mínimos dentro de esa urbe de escala XXL a la que se aproxima usando la mirada de Rem Koolhaas, pero sabiendo que la suya propia tiene más en común con la de Don DeLillo, Peter Handke o W.G. Sebald, y todo ello sin rehusar dar cuenta de una ‘voracidad vertical’ que explora desde Mario Pani hasta César Pelli, pasando por Pedro Ramírez Vázquez y Teodoro González de León.
El joven Villoro de uniforme miente a una joven con la que coquetea asegurando que quiere estudiar arquitectura, y el gran escritor en que se ha convertido nos confunde a sus lectores fingiendo desconcierto frente a una ciudad que comprende mejor que cualquier urbanista. Hablamos rutinariamente del Berlín de Döblin o del Dublín de Joyce, lo mismo que, más cerca de nosotros, de La Habana de Padura o la Barcelona de Mendoza. Tras este mosaico extraordinario, me parece inevitable acuñar ‘la Ciudad de México de Villoro’ como la más cabal representación de esa fascinante Babel horizontal.