Una y otra vez, los hechos contradicen a quienes siguen creyendo —con la contumacia del que se sabe equivocado— que la ecología, la sostenibilidad y en general eso que llamamos ‘pensamiento verde’ son flores de un día, modas condenadas a la extinción intelectual. Los nuestros son tiempos de tribulación climática, y este Zeitgeist explica el giro ecológico que, conforme se han sucedido las crisis de este siglo y aumentaba nuestra perplejidad, ha ido afectando a la ciencia, la política, la economía, la filosofía, la ética y, por supuesto, también a la arquitectura, una disciplina mestiza pero de innegable raíz medioambiental.
Es cierto que, en lo que toca a la arquitectura, el giro ecológico se ha asociado con la sostenibilidad y su actitud tecnocrática y economicista tan amiga del funcionalismo medioambiental. Pero no es menos cierto que la preocupación por la energía, los recursos y el entorno ha dado asimismo pie a visiones que, más que sustituir el viejo mantra de la ‘forma sigue a la función’ con el nuevo de la ‘forma sigue al clima’, han sabido tratar la arquitectura como lo que en puridad es: un hecho cultural complejo que exige una aproximación igualmente compleja.
Entre las aproximaciones culturalistas, las menos frecuentadas pero acaso las más fructíferas han sido las de la historiografía. En particular, las que se han interesado menos por la estructura convencional de la disciplina —los autores, los estilos, las épocas— que por su lado infraestructural —la energía, los materiales, el entorno—, y en consecuencia han elaborado relatos construidos de ‘abajo arriba’ que a su manera han dado crédito a esa inquietante proclama de Victor Hugo según la cual «la verdadera historia se escribe en las alcantarillas».
A la familia de los historiadores de las ‘alcantarillas’ pertenecen, precisamente, dos de los profesores que en los Estados Unidos están dando pábulo a la idea de una ‘historia medioambiental’ o, más propiamente, de una revisión medioambiental de la arquitectura moderna. El primero, Michael Osman, se inscribe en la corriente que, de Mumford a Banham, ha explorado las complejas relaciones entre la máquina y la forma, entre la producción material y la simbólica de la arquitectura. El segundo, Daniel A. Barber, ligado tanto a los anteriores como a otros pioneros más locales como James Marston Fitch, tiende a incardinar el problema de las infraestructuras ambientales en el marco más amplio del clima, en un empeño que no está tanto en revisar el canon moderno cuanto en enriquecerlo.
Publicado en 2018, el libro de Osman Modernism’s Visible Hand: Architecture and Regulation in America estudia cómo las instalaciones mecánicas modificaron la arquitectura del siglo XX para propiciar, en último término, un paradigma ambiental que el autor asocia con la palabra regulation. La elección del término no es inocente, pues el propósito de Osman es poner de manifiesto el carácter pragmático, tentativo y corrector —de ahí el título del libro— de las intervenciones que, gracias a diferentes agentes —arquitectos, ingenieros, burócratas— y en diferentes contextos —la casa, la fábrica, la oficina— favorecieron la noción de un entorno controlado y listo para los afanes vitales y productivos. Con este fin en mente, el autor establece una genealogía que, partiendo de la tradición victoriana del warming & ventilating, da cuenta de episodios ya estudiados como el descubrimiento del termostato y su impacto en la gestión ambiental; de otros poco conocidos como las fábricas de hielo; y de algunos apenas explorados pero relevantes como los mecanismos de producción de hábitats en los primeros laboratorios ecológicos.
Centrada exclusivamente en ejemplos de su país, la aproximación de Osman resulta pertinente pero no exhaustiva, y en este sentido es afín a la que ensaya Barber en Modern Architecture and Climate: Design Before Air Conditioning, un libro bien escrito, impecablemente editado y que se ilustra con abundante material inédito de archivo, pero cuyo alcance es limitado. Limitado porque, contra lo que sugiere el título, más que una historia de la relación de la arquitectura moderna con el problema del clima, es fundamentalmente un estudio sobre la arquitectura estadounidense de siglo xx. Un estudio que se hace depender de tres conceptos de raigambre banhamiana —control, calculation, conditioning— y de un elenco de sospechosos más bien habituales, como Neutra, los hermanos Olgyay, SOM, y, por supuesto, Richard Buckminster Fuller. Así, aunque la primera parte del libro esté dedicada al problema de la metamorfosis climática de la arquitectura del llamado ‘Estilo Internacional’, Modern Architecture and Climate resulta muy corto en su enfoque y al cabo hace pensar en lo mucho que queda por hacer en el campo de la historia medioambiental de nuestra disciplina.
En cuanto al recorrido de este tipo de estudios, resulta una coincidencia reveladora que, a lo largo del último año —y tras la aparición en 2019 de la Historia medioambiental de la arquitectura, de quien esto suscribe (véase Arquitectura Viva 220)—, se hayan publicado otras dos historias que presentan grandes escenarios medioambientales. Su valor es desigual. La primera de ellas, Architecture: from Prehistory to Climate Emergency, del profesor Barnabas Calder, tiene las virtudes de la síntesis y el ecumenismo: de la síntesis porque, con economía de medios, estudia la arquitectura como una manifestación de los cambios en los paradigmas de gestión energética, a la manera de un Mumford de limitados registros; y de ecumenismo porque presta atención a civilizaciones como China, Persia o el Islam, aunque la mayor parte de los capítulos tengan que ver con el Occidente anglosajón. Más allá de esto, se trata de un libro paupérrimamente ilustrado, que incurre en eslóganes como ‘form follows fuel’ y que depende del trazo grueso de un determinismo tecnológico que convierte el fascinante paisaje intelectual de las relaciones de la arquitectura con la energía, el clima, la ecología, la higiene, las atmósferas, la salud y el confort en una historia lineal, previsible y a la postre raquítica.
Mucho más fructífera es, en este sentido, la Histoire naturelle de l’architecture, de Philippe Rahm, un volumen que hizo las veces de catálogo de la exposición homónima que pudo verse en París en 2020 y que compendia el contenido de una tesis doctoral. Renunciando a la exhaustividad y a la linealidad, Rahm aborda las relaciones de la arquitectura con el clima, la energía y las epidemias por medio de una estructura que se hace eco de las monografías ‘Que sais-je?’ para responder con tino a preguntas atractivas y de equívoca simplicidad: ¿Por qué los graneros dieron origen a las ciudades? ¿Qué relación hay entre los espacios públicos y la busca del frescor? ¿En qué medida las cúpulas de la Ilustración respondían al miedo al aire estancado? ¿Por qué la arquitectura moderna es blanca? ¿En qué momento el petróleo indujo a la construcción de megalópolis en el desierto?
Acompañada de un aparato gráfico envidiable, cada pregunta da pie a un ensayo que se cierra sobre sí mismo sin dejar de establecer relaciones cruzadas con los otros, de manera que el libro acaba funcionando como un caleidoscopio que no aspirar a agotar el tema, sino a alimentar la curiosidad del lector. En este punto, el volumen debe entenderse como una prolongación del activismo de un autor en busca de una «arquitectura meteorológica», y por ello debe despertar simpatía, por mucho que Rahm no deje de demostrar su ingenuidad ‘operativa’ cuando reconoce que su propósito es «releer la historia de la arquitectura a partir de sus datos objetivos, materiales, reales», como si la dimensión simbólica y cultural de la disciplina fuera poco más que niebla espesa, rémora caliginosa. Este es, precisamente, el riesgo de las aproximaciones medioambientales a la historia de la arquitectura: la caída en ese determinismo cientificista que gana en precisión lo que pierde en verdad, y que silencia cuanto no encaja en su particular lecho de Procusto.