Cuanto más rápida es la circulación de las obras de arte, mayor es la inflación del sistema. Por eso gana terreno una tendencia a experimentar con el lado creativo de la lentitud y la pereza.
No existe nada más universal que el tiempo. Lo habitamos como los peces habitan las aguas, las lombrices la tierra, un aroma su magdalena. Sin embargo, su naturaleza sigue siendo un misterio. Extraños ciclos lo encadenan a otros enigmas que aún no han sido resueltos, el mayor de todos, nuestra conciencia, la máquina del tiempo más perfecta.
Ignoramos qué vincula el tiempo a nuestra cualidad como personas. Apuramos nuestras vidas buscando esos claros iluminados en donde el tiempo se desembaraza de su aceleración para fluir al ralentí (la música, la pintura). Lo más parecido a volver a la infancia. Entramos en el Prado y observamos en un bosco una sucesión de acontecimientos, todos a la vez. Pero ¿cuál es el orden real del cuadro? ¿Podría estar todo disgregado? ¿Existen las fuentes del tiempo? ¿Y si existen, qué hay al final de ese marasmo?...
El País: Tiempo para el ‘slow art’