A Duchamp le salió una especie de hijo adoptivo, Maurizio Cattelan. El artista va por la vida molestando, pero su cuento tiene un mundo propio. A su modo, es insuperable: un cínico que trabaja en los límites.
El secreto de que Marcel Duchamp sea el centro del canon alternativo del arte desde hace casi un siglo reside en su libertad ideológica, su falta de trascendencia. Nunca aireó sus ideas políticas pero sí supo transmutarlas en cada una de sus obras, que representaba universalmente asequibles a pesar de la carga teórica que muchos le endilgaron. No tuvo escuela, es más, fue contra todas, desenterrando para el arte las enseñanzas de los grandes filósofos de la libertad, aquellos discípulos de Sócrates llamados “hombres-perro” (además del más conocido, Diógenes, hubo una mujer, Hiparquia) que se encerraban en un gimnasio de las afueras de Atenas, el Cinosargo, para practicar ardorosamente la autarquía y la desvergüenza. Los cínicos, con toda su larga estirpe, son una panoplia de metáforas. Si les buscamos un sentido que desafíe los tópicos, entonces deberíamos ponernos a estudiar asuntos desconcertantes, absurdos, del tipo de si las pulgas del perro saltan más alto que las del gato o el efecto de la música country en el suicidio...
El País: El arte del hombre-perro