Un fantasma recorre el urbanismo español reciente: el reemplazo del debate político, la crítica profesional y el análisis académico por la judicialización de los problemas urbanos, arrastrando a la esfera de la legalidad cuestiones que debieran moverse en el terreno de la discusión sobre la ciudad.
Los efectos son bien conocidos: la denominada ‘mortalidad urbanística’, una epidemia de anulaciones de planes urbanísticos por los tribunales y la consiguiente sensación de inseguridad que ha llevado a muchos Ayuntamientos a abrazar con poca reflexión las ‘acciones tácticas’ como alternativa a la dificultad y el riesgo de asumir planes más ambiciosos.
No era previsible que esta situación contagiara también al urbanismo de Barcelona, que durante varias décadas ha constituido la mejor plataforma de debate y contraste de experiencias innovadoras en la construcción y gobernanza de la metrópolis contemporánea. Pero el reciente episodio de apelación a la justicia para paralizar los proyectos de las supermanzanas del Ensanche pone de manifiesto que para una parte de la sociedad civil barcelonesa —encabezada por personajes tan emblemáticos como Ramon García-Bragado, Josep Antoni Acebillo o Joan Ràfols— la contundencia de la vía judicial es más efectiva que el debate público.
Es paradójico, sin embargo, que los argumentos jurídicos manejados reabran en parte una vieja disputa, al achacar a la rapidez e irreversibilidad de los proyectos de reurbanización de los ejes verdes imprevisibles consecuencias en la movilidad y la economía de la ciudad, en concreto la distorsión del plan de Cerdá. Recordemos que Barcelona recogió en los ochenta el debate italiano sobre la oposición entre arquitectura y urbanismo, sintetizado en las posiciones de Leonardo Benevolo, que entendía el urbanismo en la esfera de la política, y de Carlo Aymonino, que proponía la intervención sobre la ciudad con los instrumentos inherentes a la praxis arquitectónica.
En su famoso artículo ‘El urbanismo es posible’ publicado en 1981, el entonces responsable del urbanismo municipal Oriol Bohigas cuestionaba la validez de los planes convencionales como instrumentos efectivos para el gobierno de la ciudad, planteando como alternativa la ejecución de obras concretas. Afortunadamente, en los años previos a los Juegos su tesis quedaría superada en la práctica por una sólida reflexión estratégica y el soporte administrativo del Plan Metropolitano de Barcelona, aunque no quedó resuelta en el plano teórico. En realidad, el problema no estaba tanto en la oposición entre plan y proyecto, sino entre una gestión proactiva o burocrática, entre un urbanismo improvisado o sustentado sobre principios disciplinares, éticos y políticos.
Ciertamente, hoy tenemos claro que el urbanismo convencional orientado a la regulación del uso del suelo y la zonificación —sustentado por un entramado legal manifiestamente obsoleto— es una herramienta insuficiente para abordar los nuevos retos que han surgido en materia de salud, resiliencia y sostenibilidad. Pero, al mismo tiempo, el plan urbanístico es casi la única herramienta que el ciudadano común puede tener para conocer anticipadamente e influir en el futuro de su entorno.
El urbanismo táctico carece de solidez sin una visión estratégica socialmente consistente. A su vez, esta visión puede devenir en desencanto cuando se concibe como unas reglas de juego abstractas y ajenas al efecto transformador de los proyectos, especialmente aquellos de iniciativa pública.
Finalmente, el debate de las supermanzanas no puede separarse del de la ciudad posautomóvil. La reinvención del espacio público ha de conllevar una nueva movilidad basada en una oferta amplia de modos de transporte, compartidos e individuales, motorizados o no, que racionalice y limite el acceso indiscriminado de los vehículos privados a los centros urbanos sin socavar la accesibilidad esencial.