En tiempos en los que el urbanismo aparece tan frecuentemente asociado a la arbitrariedad y a los escándalos, es común la reivindicación del interés general como icono clave en el que apoyar la recuperación de su perdida legitimidad.
Ciertamente, el planeamiento tradicional se ha sustentado sobre el principio de la primacía pública en la producción de la ciudad y, como efecto colateral, sobre el reconocimiento de la capacidad técnica de los urbanistas para definir y formular las estrategias más adecuadas para la consecución del interés general, sin que las propuestas se vieran mediatizadas por las posiciones de clase o cultura de los técnicos.
El urbanismo reclamaba para sí la capacidad de predecir las consecuencias de sus acciones, aunque esta aparente objetividad ocultase una perspectiva sesgada que derivaba del grupo social de varones de clase media en el que se encuadraban habitualmente los planificadores.
Desde la complejidad de las sociedades actuales son cada vez más visibles las debilidades de entender el urbanismo como la mera expresión técnica de un único interés general. Es cada vez más evidente el protagonismo de la política, y de los representantes políticos, en los procesos de decisión urbanísticos. La intervención pública en la ciudad y el territorio se ejerce crecientemente fuera del formato de la planificación tradicional. Adicionalmente, aparecen nuevas fuentes de reflexión urbanística desde instancias sociales ajenas a la legitimidad técnica de los arquitectos y planificadores.
Esta situación no es del todo nueva. En los años sesenta, activistas como Davidoff cuestionaron el fundamento político del plan comprensivo a partir del reconocimiento de la complejidad de intereses contrapuestos en la realidad urbana. El denominado planeamiento defensivo no aspiraba a vehiculizar una sola voz, sino a expresar la racionalidad, limitada pero legítima, de los colectivos excluidos de las decisiones urbanísticas. Jane Jacobs, por su parte, reivindicaba la importancia de reflexionar sobre las cosas comunes y ordinarias de la ciudad: «qué tipos de calles son seguros y cuáles no; por qué algunos parques son maravillosos y otros son cuasi trampas o trampas mortales», cuestionando así, desde lo cotidiano, la supremacía absoluta de la visión de los técnicos encargados del planeamiento de las ciudades.
Contemporáneamente, la perspectiva de género amplia el cuestionamiento de estos conceptos a las demarcaciones tradicionales entre la esfera personal y la esfera política, abogando por el reconocimiento de la diversidad cultural como elemento clave de la modernidad y el carácter político de lo doméstico, y evidenciando el sesgo clasista escondido tras la aparente neutralidad del lenguaje. Sirva como ejemplo la crítica a la expresión ‘ciudades o suburbios dormitorio’, tan comúnmente utilizada en la literatura urbanística para referirse a las extensiones residenciales dependientes de un centro metropolitano que concentra los servicios y el empleo. Tal concepto es equívoco, en la medida en que tal ciudad es sólo dormitorio para los adultos trabajadores, pero en ningún caso para los niños, los ancianos o los adultos que trabajan en el hogar (grupo principalmente compuesto por mujeres).
En esta nueva realidad social, el desafío más importante para el urbanismo actual radica en ser capaz de articular un entendimiento común de los problemas en un contexto de diversidad social y cultural. Desde esta perspectiva, el planeamiento ganaría un nuevo potencial como herramienta para promover el debate público y el aprendizaje social. Como un espacio de concertación y negociación en el que el urbanista no es ya el portavoz de una racionalidad incuestionada, sino un mediador y comunicador en un proceso de resolución de conflictos.