Shigeru Ban (Tokio, 1957) lleva dos décadas construyendo castillos de cartón, ilusiones necesarias. En este sentido, que la noticia de la concesión del Premio Pritzker se produjese unos días antes de la conmemoración del genocidio de Ruanda resultó una casualidad muy significativa, pues fue precisamente en 1994 cuando Ban se hizo un hueco en la escena arquitectónica al presentarse en las hasta hacía poco vacías oficinas de la ONU con una idea inesperada: dar cobijo a los millones de desplazados ruandeses en construcciones de tubos de cartón respetuosas con los amenazados bosques del país. Más que una declaración de intenciones, aquel gesto fue el inicio de un modo de trabajar, de una trayectoria coherente refrendada por intervenciones siempre inventivas basadas en la sostenibilidad y el reciclaje, como sus viviendas de emergencia tras los terremotos de Kobe (1995), Turquía (2000), Haití (2010) o la costa norte de Japón (2011).
A largo de estos años Ban se ha convertido en referencia de una arquitectura necesaria y tozuda en su resistencia a los códigos icónicos globales, como confirma el dictamen del jurado del Pritzker, para quien en la obra de Ban «la sostenibilidad no es un concepto, sino un hecho». Sin embargo, la claridad y coherencia de sus proyectos más comprometidos hacen palidecer sus edificios más ‘espectaculares’, obras en las que la estética del reciclaje no evita recaer en la banalidad, como evidencia su sede del Centro Pompidou en Metz. ¿Sabrá conjugar Ban su compromiso ético y creativo con las exigencias icónicas de su nuevo ‘estrellato’?