Libros 

Por qué importa Goldberger

Prólogo para arquitectos

Luis Fernández-Galiano 
31/08/2012


Paul Goldberger no escribe para arquitectos. Acaso por ello, algunos de estos le prestan poca atención: hacen mal. En el terreno de la arquitectura, el crítico neoyorquino ha sido la voz más influyente de su país durante varias décadas, con sus artículos en The New York Times hasta 1996, y en The New Yorker desde entonces. Tanto el diario como la revista se dirigen a públicos muy amplios, y el crítico supo hallar un lenguaje transparente que acercó la arquitectura a unas audiencias plurales. En ambas publicaciones tuvo la responsabilidad y el privilegio de seguir los pasos de figuras veneradas: en el Times reemplazó a la gran dama del periodismo arquitectónico, Ada Louise Huxtable, galardonada con el Pulitzer en 1969, un premio que el propio Goldberger obtendría en 1984; y en The New Yorker tuvo que esforzarse en llenar el hueco dejado por un gran historiador e intelectual, Lewis Mumford, que nos legó un colosal acervo de escritos sobre el fenómeno urbano y el impacto de la técnica, en la tradición del biólogo y pensador de la ciudad Patrick Geddes. De sus dos ilustres predecesores se nutriría Goldberger, y a los dos rendiría tributo de admiración; pero ninguna influencia sería tan decisiva como sus años de formación en la Universidad de Yale, un entorno físico y humano que colorea indeleblemente cada capítulo del presente libro.

Yale está presente a través del historiador Vincent Scully, que figura relevantemente en la dedicatoria, y cuyas famosas conferencias —algunas de las cuales he tenido yo mismo la fortuna de escuchar, muchos años después, con las diapositivas ya amarillentas, pero con el ímpetu dramático intacto— resuenan en las páginas del volumen; a través del filósofo Karsten Harries, que todavía hoy continúa explorando el pensamiento de Heidegger, el rococó bávaro y la ética de la arquitectura desde el claustro de Yale; a través de Louis Kahn, profusamente mencionado —es el único con dos citas en la cabecera de los capítulos—, y que dejó en la universidad donde enseñaba dos obras esenciales, una al comienzo y otra al término de su carrera; a través de Eero Saarinen y Paul Rudolph, cuyas obras en Yale se comentan e ilustran, llegando incluso, en el caso del edificio de Arte y Arquitectura de este último, a hacerlo aparecer dos veces en el relato; a través de los ‘nuevos urbanistas’ aglutinados por Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk, que se formaron en el amable historicismo del campus de Yale, y que rematan su narración junto al omnipresente Mumford; y a través, por último, del arquitecto neogótico James Gamble Rogers, que hace un siglo levantó un conjunto de colleges que dieron a la universidad su carácter, intacto pese a los posteriores injertos modernos, y que culmina en la colosal y pétrea Harkness Tower, elogiada por Goldberger con una fruición que casi hace olvidar el famoso comentario de Frank Lloyd Wright («La elegiría para alojarme porque es el único sitio desde el que no tengo que verla»).

La pasión de Goldberger por el ‘gótico colegial’, que haría sonreír a muchos arquitectos, es sin embargo sintomática de su actitud ecléctica, empeñada en reconciliar el canon contemporáneo con el gusto popular, tantas veces hostil a los experimentos modernos. En la propia Universidad de Yale, por ejemplo, son comunes las protestas de los padres cuando a sus hijos se les asignan los colleges proyectados por Saarinen, siempre juzgados inferiores a los neogóticos; y escritores como Tom Wolfe han explicado con deleite de qué manera el privilegio de habitar esos edificios historicistas le dio una confianza y un aplomo que fueron esenciales para fortalecer su vocación. Así, Goldberger procura salvar la brecha entre las arquitecturas patrimoniales que todos disfrutan y las vanguardistas que pocos aceptan con una prosa impresionista y fenomenológica que extiende los enfoques de Christian Norberg-Schulz o Steen Eiler Rasmussen para transmitir con elegancia y concisión los valores intelectuales o emotivos de los edificios: unos valores también cívicos que, como buen neoyorquino, encuentra incardinados en la Grand Central Terminal de Warren y Wetmore, la New York Public Library de Carrère & Hastings, el edificio Woolworth de Cass Gilbert… o el Memorial Quadrangle de James Gamble Rogers en Yale, una letanía de obras que repite como un ejemplo de magnificencia visual sin riesgo arquitectónico alguno.

Pero precisamente el riesgo es algo a lo que no se hurta el autor, que no teme elogiar la radical CCTV de Koolhaas y Scheeren al tiempo que actúa de consejero en el clasicista y antimoderno premio Driehaus; que juzga el clasicismo grandioso de Albert Speer inseparable del régimen nazi, mientras considera el majestuoso clasicismo de Henry Bacon en el Lincoln Memorial como el más notable tributo al presidente que puede imaginarse, una genuina catedral americana; o al que no le tiembla la pluma para comparar una sinagoga construida en 1989 por Norman Jaffe en East Hampton con el Sant’Ivo de Borromini, el Templo Unitario de Wright o la capilla de Ronchamp de Le Corbusier, obras todas míticas de la arquitectura religiosa. En todo caso, si algo cabe reprochar a Goldberger es seguramente su perspectiva testarudamente americana, y específicamente neoyorquina, lo que lleva a que la gran mayoría de las referencias y ejemplos provengan de su entorno más próximo, y a que las obras o proyectos internacionales sean apenas contrapuntos de un relato doméstico. Sin embargo, debe subrayarse que ese localismo —vinculado a su dilatada presencia en el NYT y The New Yorker— es también su fortaleza, porque se dirige a un público con el que comparte la experiencia cotidiana de la ciudad, por más que en esta edición haya sido juiciosamente matizado por el estupendo traductor, el arquitecto y profesor Jorge Sainz, que en diálogo con el autor ha enriquecido el texto con menciones más ecuménicas.

Al cabo, la seducción de la prosa de Goldberger ha de hallarse en su enraizamiento urbano y en su ausencia de dogmatismo, que le permite entrar en resonancia con el pulso de la ciudad. Su insistencia en que las continuidades culturales son más importantes que los propios edificios no le impide considerar estos como objetos con valores simbólicos, siempre indecisos entre el riesgo y la seguridad, recintos que albergan espacios y portan memorias, que viajan en el tiempo y contribuyen a crear lugares significativos. Transmitir todo esto al lector común no es poca cosa, y exige desde luego renunciar al lenguaje privado de los arquitectos. Pero estos deberían escucharle, porque su oído atento al rumor de la calle hace tanto por acercar la arquitectura a la gente como por introducir la opinión de la gente en el universo a menudo endogámico de la arquitectura. Atareado en escribir una biografía de Frank Gehry, el arquitecto contemporáneo más homenajeado por la cultura popular, Paul Goldberger ha dejado este año The New Yorker para incorporarse a otra revista del grupo Condé Nast, Vanity Fair. Intérprete inspirado de nuestra feria de vanidades, desde allí el crítico seguirá explicándonos por qué la arquitectura importa.


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