Hace ya bastantes años conocí a Walter De Maria en su casa de Manhattan. Una casa antigua, descomunal, austera, comunicada por un ascensor con celosías de hierro a través de las que se podían observar los espacios a distintos niveles en los que el artista había distribuido su vida y su trabajo. En uno, su cama y la cocina abierta a una especie de cuarto de estar con un sofá grande, unas cuantas sillas y libros por el suelo que funcionaban a modo de mesa para sostener el whisky y otras viandas que compartimos hasta el amanecer. En otro nivel se encontraban sus diferentes estudios, llenos de materiales y prototipos. Todos los espacios en aquel edificio indescriptible emanaban misterio, iluminados con una luz casual, mórbida. De Maria quizá haya sido de los pioneros en hacernos partícipes de esas realidades inesperadas en las que los elementos y los materiales crean sus propios universos, invitando al público a cambiar radicalmente la percepción de su entorno. Pienso, por ejemplo, en la Earth Room. Esta instalación genera un éxtasis silencioso de los sentidos, transportándolos en un viaje a las profundidades de la tierra. La instalación tiene una dimensión que se siente privada aunque tenga lugar en un espacio público: una habitación anónima a ras de una calle en el corazón de Nueva York, una ciudad siempre acelerada...[+]