Luis Barragán

Guadalajara, 1902- México DF, 1988

29/02/2000


La obra de Barragán se ha dado a conocer tardíamente. Su condición latinoamericana lo mantuvo fuera de los circuitos de la gran arquitectura, en la que sólo aparecían los llamados discípulos como Niemeyer, que era como un apóstol comunista de Le Corbusier. Poco a poco, a medida que se ha ido haciendo políticamente correcto contar con algún hispano que otro, hemos encontrado plausible al mexicano de los colorines. Poca obra, pero con las características recisas para el papel couché: original, típica e interesante. Por el contrario, El Coyote, un contemporáneo suyo, fue muy popular en su tiempo. Cuando se publicó la obra de Barragán ya nos habíamos olvidado del héroe. Tenía su tebeo propio y le escribía los guiones José Mallorquí. Pero eso era en mi niñez, y estábamos tan lejos del estado de las autonomías que ni siquiera nos dimos cuenta de que Mallorquí quería decir mallorquín en esa lengua. El Coyote era un héroe local, bandido generoso, que se parecía sobre todo al Dick Turpin de los folletos que leía mi hermano mayor. Yo no leía ésos porque eran todo letra con alguna ilustración, al contrario de los tebeos del mexicano. 

Los colores de Barragán pedían un cómic en colores; al Coyote, en cambio, le va bien el blanco y negro porque negros son el traje, el sombrero, el bigote y el antifaz. La escena se desarrolla en la Fuente de los enamorados, una composición arquitectónica perfecta de su época, con el muro acueducto y la cascada sobre el pavimento, y con los pesebres de madera transformados en personajes al hincarlos verticalmente en el suelo. La Fuente pertenece a una sensibilidad de los sesenta, del objet trouvé y de las calidades trabajadas por el tiempo. Y una arquitectura de volúmenes sólidos pero teñidos de colores, que marcan sombras llenas de luces reflejadas, como en los murales de Vaquero Turcios. Los malos amenazan al arquitecto y al bandido, que se protegen detrás de las gamellas enamoradas. El Coyote los rechaza, y Barragán se asombra de verse envuelto en el tiroteo folklórico de un dibujante español de los cincuenta, además de descubrir que Coyote no comprende lo del objet trouvé ni la poética de la fuente. La gamella de Barragán me recordaba al sarcófago de Tintín en Les cigares du Pharaon, y le pinté el signo de Ki-Oskh.



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