Con una ceremonia en la que, como exigen los cánones festivos, no faltaron copiosos juegos artificiales y epatantes puestas en escena, el pasado 7 de febrero se inauguraron los Juegos Olímpicos de invierno en la ciudad rusa de Sochi, un popular centro turístico a orillas del mar Caspio. Fue el colofón de un proceso que ha durado siete años y en el que Vladimir Putin ha cifrado las esperanzas de modernización —al menos mediática— de su país, pero que inevitablemente ha estado marcado por la continua amenaza del terrorismo, el distanciamiento de Rusia respecto a las potencias occidentales en casos como Siria o Ucrania, las acusaciones insistentes de corrupción o los escándalos de política interior, en particular las leyes sobre la «propaganda homosexual» y la prisión del magnate Jodorkosvky o de las activistas de Pussy Riot, no en vano liberados poco antes del comienzo de los Juegos.

El evento olímpico ha sido, con todo, una inmejorable ocasión para demostrar la capacidad de organización de Rusia y su no menos evidente aptitud para derrochar: con un coste de 51.000 millones de dólares —el doble que los gastados en Londres, y más de diez veces el presupuesto de la ampliación del Canal de Panamá—, los de Sochi han sido los Juegos más caros de la historia. Esta cantidad ingente de rublos se ha gastado, sin embargo, en una propuesta con virtudes arquitectónicas: lejos de optarse por la dispersión al modo de la ciudad-jardín, los edificios se han concentrado tras los rigurosos límites de un parque cuya planta circular de ecos panópticos reduce los desplazamientos y favorece la interacción entre los deportistas. El estadio diseñado por Populous —abierto a las vistas de las montañas— y el Bolshoi Ice Dome de SIC Mostovik—una cáscara punteada de leds cuya forma sugiere un huevo Fabergé— son los dos únicos iconos entre un repertorio de edificios más bien contenidos, entre los que destacan aquellos que, tras los Juegos, podrán desmontarse para ser instalados en otros emplazamientos.