¿Qué relevancia tiene la energía para la arquitectura? ¿Cuáles podrían ser sus objetivos energéticos? Por desgracia, son preguntas de difícil respuesta para los arquitectos ya que, en el discurso arquitectónico, la energía es un término vago y de connotaciones imprecisas. Un mayor entendimiento de algunas cuestiones fundamentales sobre energía y termodinámica es esencial para un compromiso más sustancial y sistémico entre energía y diseño.
Aunque también se base en las leyes físicas universales, la concepción arquitectónica de la energía debe diferenciarse de los conceptos y las prácticas que emergen en otras disciplinas, como la ingeniería o la ecología, ya que la arquitectura tiene medios y obligaciones específicos que la distinguen de un modo esencial de estas especialidades adyacentes.
La imprecisión permanente sobre la energía en la arquitectura no ha pasado inadvertida. Esta vaguedad proviene en parte de lo que Luis Fernández-Galiano describe como «una escandalosa ausencia de reflexión acerca de la energía en el análisis y la crítica de arquitectura». La arquitectura, como disciplina colectiva, no ha sido muy ambiciosa en lo que respecta a la energía. Como apuntó el ecólogo de sistemas Howard T. Odum, «la ignorancia energética se incrementa durante las épocas de crecimiento acelerado». La actividad y el comportamiento de los sistemas energéticos importan menos cuando las fuentes de energía altamente concentradas, como el petróleo, son abundantes; mientras que empiezan a importar más cuando existe una demanda creciente de recursos escasos, lo que será un rasgo definitorio del siglo XXI. Por eso, la arquitectura actual se beneficiaría de un conocimiento más preciso sobre lo que la energía es y lo que hace, y sobre cómo se organizan y se comportan los sistemas energéticos.
En términos sencillos pero precisos, la energía mide la capacidad de un sistema para realizar trabajo en el entorno que lo rodea. Las implicaciones de la energía en la arquitectura —la capacidad de esta para realizar trabajo, como un sistema, en un entorno determinado— van más allá de las condiciones de confort o del consumo de energía de los edificios. Estos, en realidad, son nodos de unos flujos de energía y materia mucho mayores.
Como tales, los edificios son cualquier cosa menos sostenibles. De hecho, dependen de sus entornos urbanos y territoriales, de sistemas materiales y energéticos que superan con mucho sus límites físicos. En términos energéticos, los edificios deben situarse en el más amplio contexto de los flujos de materia y energía. Cualquier arquitecto interesado por el concepto de sostenibilidad homeorrética debe tener sentido de la ironía para reconocer que los edificios son fundamentalmente dependientes, no están aislados y no son autosuficientes. Entender las implicaciones de esta afirmación hará que los objetivos energéticos de la arquitectura incluyan la aplicación de los principios de la termodinámica.
Actualmente, sin embargo, gran parte del discurso arquitectónico sobre la energía se basa en el concepto de la eficiencia energética, que aunque fácil de entender y de uso habitual, es incompleto e inadecuado. Como uno de los términos más comunes en el discurso arquitectónico sobre la energía, la eficiencia energética oscurece importantes características y principios de los sistemas energéticos.
Para cumplir las reglas de la arquitectura —sus necesarios excesos y su metabolismo dionisíaco— los arquitectos necesitan tener en cuenta las implicaciones de la segunda ley de la termodinámica. La estructura disipativa y lejos del equilibrio de la realidad plantea unos objetivos radicalmente diferentes a los formulados por las nociones de energía que se basan en el equilibrio y su meta inherente de alcanzar balances con un valor neto de cero.
Este texto es un extracto de Kiel Moe, Convergence: An Architectural Agenda for Energy, Routledge.