Opinión 

Le Corbusier, arqueólogo de la figuración

Antonio Fernández Alba 
01/01/1987


Ideas, en condición de ideas permanecieron. Vinieron a pedir el ser y se las rehusó. Paul Valéry, El alma y la danza.

Precisamente en una época que lleva ya tres siglos de ciencia atareada en hacer evidentes los privilegios de la técnica, la aventura estética por la que discurre el mundo imaginario de Le Corbusier pretende reconquistar el discurso objetivo de la forma en la sociedad industrial. Calvinista convencido de que la moral de la uniformidad, puede asumir el espíritu de la serie y la llamada al orden, no escatima esfuerzos para implantar la tiranía del ángulo recto: la doctrina que anuncia su apostolado proporcionará más aire, más luz, más espacios verdes y más higiene para todos.

Le Corbusier considera que los objetos materiales con los que se construye la nueva arquitectura vienen a ser símbolos de esa nueva religión que hunde sus raíces en la razón científica: de ahí su vehemencia al mostrar sus catecismos de diseño compositivo con imágenes infantiles, siluetas inconclusas, esbozos analógicos... Le Corbusier dibuja las ideas como si fueran objetos y sustituye los objetos por ideas.

A un siglo de su nacimiento, la silueta de Le Corbusier se manifiesta como la pretensión acariciada de haber llegado a ser un arqueólogo de sensaciones figurativas. Intentó anular toda referencia histórica con el fin de explicar las imágenes que encerraban la nueva arquitectura. Simuló, sobre el soporte de las necesidades humanas, todas las referencias plásticas que en su tiempo amanecían con el vivo deseo, inalcanzado, de formular una metadisciplina de la arquitectura moderna. En la pretensión de convencerse de que sus proyectos reflejaban las inclinaciones de las vanguardias, mezcló en aleatorias combinaciones, experiencias y sentimientos, datos e intuiciones. Llegó a pensar que sus proyectos deberían reflejar más los anhelos de unos espacios sin tiempo que las contingencias de su época.

Como un geógrafo al que sólo interesan las cotas más altas de la naturaleza, percibe el espacio en imágenes planas que ordena en secuencias infinitas: rampas sin fin alguno y espirales sin núcleo. No es de extrañar, por tanto, que su espacialidad brote del ritmo impenitente de la serie y de la tosquedad bruta de la materia.

Su capacidad de seducción imbuía esperanzas en el momento preciso en que los espacios y las formas de la arquitectura se armaban en los astilleros de la revolución industrial. Se consagró por ello como profeta y poeta de la arquitectura nueva: su profecía llegó a consistir en dibujar como ficción idealizada algunas de las secuencias de la realidad. No resulta por tanto ilusorio el hecho de que, al cabo del tiempo, sus construcciones floten en el espacio como las siluetas de las máquinas que adoraba. Su espacialidad, más literaria que constructiva, le impidió evidenciar el otro sentido del espacio: aquel cuyo método consiste en pensar desde el origen para transformar el medio y hacer vivir al hombre en una armonía estética de lo construido y no en una representación empírica del espacio.

En ningún momento le confinó su talante melancólico en los reductos apacibles de la resignación. Creía, con la fidelidad del catecúmeno, en el efecto provocador de sus profecías, plagadas más tarde de accidentes inesperados. Le Corbusier se volvió más poético a medida que iba envejeciendo.


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