Necrológicas  Arte y cultura 

Julio Martínez Calzón (1938-2023)

Julio en otoño

Necrológicas  Arte y cultura 

Julio Martínez Calzón (1938-2023)

Julio en otoño

Luis Fernández-Galiano 
27/09/2023


Foto: Jorge Bernabeu

Gran especialista en estructuras mixtas, premio nacional de Ingeniería y autor de veintiséis puentes e innumerables obras con arquitectos como Foster (la torre de Collserola le valió el Premio Puente de Alcántara), Isozaki, Ando, Pei, Navarro Baldeweg, García de Paredes, Cruz y Ortiz o Miralles, Julio Martínez Calzón fue un ingeniero humanista, tan buen conocedor de los clásicos griegos como de la ópera o el arte contemporáneo. En nuestra revista escribió sobre las Torres Gemelas, sobre el hormigón estructural o sobre el puente como hecho civilizatorio, pero sus intereses últimos fueron la pintura del siglo XIX, sobre la cual publicó en 2016 dos colosales tomos que presenté con él en la librería Naos, y la poesía, con una selección en español e inglés, Poemas cruzados, que presentó en el Círculo de Bellas Artes en febrero de este año. Su obra completa se recopiló en un volumen cuyo prólogo se reproduce abreviado a continuación.

Julio en otoño

Superado il mezzo del camin, Julio Martínez Calzón hizo balance en 2006, publicando un volumen donde se reunían sus puentes, sus colaboraciones con arquitectos y su obra pictórica y literaria. Para el que solo conoce su trabajo a ráfagas, resulta sorprendente la multitud abigarrada de obras donde ha dejado muestras de su talento exacto. Sin saberlo, vivimos rodeados por un enjambre de construcciones que serían diferentes sin su intervención, y esa inmersión distraída en el entorno artificial creado por sus estructuras y sus puentes orienta sin esfuerzo las miradas y los pasos como limaduras de hierro en un campo magnético. Los lugares creados por los grandes ingenieros nos sobrecogen a veces, nos invitan otras, pero pasan con frecuencia tan inadvertidos como el aire que se respira o la tierra bajo los pies: solo los advertimos cuando faltan. Proyectadas en ocasiones con otros, y muchas veces anónimas para el ojo poco avisado, sus obras manifiestan sin embargo una consistencia de autoría que desborda tanto el trabajo coral como la normalización del cálculo técnico.

Desde la opera prima en el paseo de la Castellana, el puente realizado en 1970 con José Antonio Fernández Ordóñez para unir las calles de Juan Bravo y Eduardo Dato, que se convertiría en símbolo de aquel momento de tránsito en España —dos vigas-cajón de acero cortén sobre pilares de hormigón blanco con refinados capiteles, bajo cuyo tablero coronado con barandillas de Eusebio Sempere se crearía un ejemplar museo de escultura al aire libre, con la polémica Sirena varada de Chillida suspendida del collarino de los soportes—, y hasta las últimas obras transatlánticas, la carrera de Martínez Calzón muestra la testaruda coherencia de un ingeniero intelectual empeñado en reconciliar la técnica y el arte, el acero y el hormigón, el cálculo y la forma. Esta actitud integradora, más sincrética que ecléctica, que le llevó a alimentarse por igual de los filósofos griegos y del pensamiento oriental, del dibujo analítico y la síntesis poética, buscando ese sustrato de conocimiento y fruición que es común a la matemática y a la música, es la que se manifiesta en la capacidad de conjugar innovación y continuidad, persiguiendo la aventura de la creación con cada nuevo proyecto y a la vez construyendo sobre la base heredada del acervo científico, la lógica estratificada del territorio y la extensión paulatina de su propia experiencia.

En esa encrucijada insólita que no ve cesuras entre lo común y lo privado —como mostraba la desinhibida presentación conjunta de la obra pública y la obra íntima—, el ingeniero y melómano Martínez Calzón orquesta gritos y susurros con voluntad operística, y nos hace espectadores conscientes de una trayectoria biográfica de la que ya éramos habitantes inconscientes, porque todos hemos pasado por encima y por debajo de sus puentes, todos hemos seguido con la vista las aristas de sus estructuras, todos hemos pasado horas o años en sus pabellones y en sus torres; pero muy pocos conocían sus reflexiones introspectivas, sus notas de lectura, su poesía secreta: el rigor de la construcción y la precisión del concepto se enredan en una madeja que solo pueden desanudar los dedos ágiles de la lírica. A fin de cuentas, los laberintos de lo contemporáneo nos han conducido a tantos fondos de saco que es quizá sensato concluir que solo el escalpelo de la emoción puede liberar el nudo gordiano de la razón moderna.

Contemplado desde la óptica de una arquitectura históricamente secuestrada por el ornato, y que apenas en algunos episodios de pulsión vanguardista ha recuperado la comunión con la ingeniería en el terreno común del conocimiento constructivo, el camino recorrido por Martínez Calzón está esmaltado por momentos donde la emoción violenta de la gran escala o la seducción precisa de las formas producto del cálculo evocan el viejo atractivo politécnico de la razón en marcha, que hace dos siglos y medio institucionalizó la ingeniería civil como un producto conjunto de la Revolución Industrial y el pensamiento ilustrado; pero el hilo que une las cuentas de su rosario profesional y vital no está solo trenzado con hebras de las luces, sino también con filamentos de la pasión en penumbra que cualquier empresa humana requiere como oscuro motor de la pulsión vital.

A la vista de su dimensión humanista, podría tópicamente pensarse que Martínez Calzón fue un ingeniero poco común; sin embargo, si atendemos a las cualidades que Agustín de Betancourt reclamaba a los que desearan practicar esta profesión, habremos de concluir que su caso es más bien el que debería servir de ejemplo y referencia para sus colegas: entre otros muchos conocimientos técnicos, el que sería fundador de la Escuela de Caminos exigía en 1791 a los ingenieros «tener una educación no vulgar, la cual no solamente hace recomendables los hombres en el trato con los demás sino también [les dota] de aquel discernimiento y aquel tacto fino que, en ciertos casos, suele servir aun más que la ciencia». Discernimiento y tacto fino que sin duda abundaron en el balance que el Julio hoy desaparecido realizó en el otoño de su vida.


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