En 1950, con dudas sobre mi futuro profesional, buscaba un profesor de dibujo para preparar mi ingreso en la Escuela de Arquitectura de Madrid. Con suerte encontré a mi primer maestro, que me abrió los ojos a la arquitectura y guió, en gran medida, mis primeros pasos de madurez. Desde entonces han transcurrido setenta y cuatro años de probada amistad.
José Luis Romany fue un hombre profundamente religioso, no solo por la fe cristiana que profesó, sino por la forma abierta y cordial con que acogió a las personas que a él se acercaban. Personas, árboles o animales, el Mediterráneo o la adusta Castilla han construido el mundo por el que se paseó, siempre respetuoso y atento. Célibe por voluntad propia, meditada y sin angustia. Católico inconformista, lejos de la jerarquía y próximo a los ‘desheredados de la tierra’, en el Pozo del Tío Raimundo o en Conil, en el Hort de Polar, o en la mili, fue reflejo fiel y amable de la ‘teología de la liberación’.
Puede extrañar esta introducción en unas líneas de homenaje y despedida. Pero es que esta esta silenciosa religiosidad ha marcado su vida, sea la más privada o la que ejerció como arquitecto abierto y atento a la sociedad que le rodeó. Siempre, amable, pero agreste contra la injusticia. Y la fealdad. Vivió 103 años manteniendo sus ojos abiertos a la belleza y la bondad.
Buen pintor, copista en el Prado, por vocación y necesidad, preparaba sus telas, pinceles y pinturas —incluso el temple renacentista— con el mimo y parsimonia del buen artesano, amasando el agua, la yema de huevo, la glicerina y otros ingredientes.
Pero, sobre todo, un magnífico dibujante, capaz, con una línea, exacta y sensible, de recrear un paisaje o anunciar, en unos primeros croquis, un proyecto in nuce. Para emocionarse con la sensibilidad y pericia de Romany basta hojear el libro Los jardines de Granada y contemplar los exquisitos trazos con los que levantó los jardines de la Alhambra, el Generalife y algunos cármenes. Dibujos capaces de hacernos oír la voz cantarina del agua al recorrer, con breves saltos, la acequia convertida en antepecho de la ‘escalera de las cascadas’ del Generalife.
Fotógrafo de la domesticidad que aún rezuman viejas casas campesinas, en la Marina Alta en torno a Denia. Unas velas colgadas de un travesaño, teñidas de ocre; una silla recia y pueblerina junto a la cal; un arado romano abandonado, frente a la puerta; una mecedora melancólica en el desván; unos sacos en el que resuena la almendra y dejan evadirse el olor dulzón de la pasa. Todos símbolos que recuerdan a quienes aquí vivieron y trabajaron. Y, como señal nostálgica, una jaula con dos tórtolas, hoy desaparecidas.
Tras el ojo del fotógrafo, el ojo y la mano del arquitecto, que con cariño y exactitud ha levantado las plantas, alzados y secciones, junto a detalles, todo aplicadamente dibujado y rigurosamente acotado.
Y urbanista, en el profundo sentido de esta palabra, que solo puede apropiársela aquel que es capaz de leer la ciudad y su geografía; interpretarla, como fábrica arquitectónica y espacio social de convivencia; explicarla y si se atreve proyectarla. Y Romany lo fue, sin haber leído la Ley del Suelo, ni entender eso que llaman el ‘aprovechamiento medio’, apenas siendo caminante de pueblos y ciudades, siempre ligados a sus habitantes que las viven y les dan vida y forma.
Ajeno a los ajetreos administrativos, supo encarnar lo mejor del ‘urbanismo de trazado’ y así podemos afirmarlo Carlos Ferrán y yo, cuando le hemos pedido ayuda, hasta hace pocos meses, en la redacción de un Plan Parcial, o el proyecto de un nuevo barrio. Siempre encontramos su mano y su sensibilidad geográfica para resumir y mejorar nuestro trabajo, con un trazado exacto, una vez barrida la hojarasca burocrática.
Y más aún. Un buen arquitecto, sin más adjetivos mayestáticos. Con continuada ilustración, asumió la noble tarea de dar cobijo a los que apenas tenían techo. Se enfrentó al difícil problema de proyectar la vivienda demandada por los millones de nuevos habitantes que buscaban en la ciudad una vida digna. La vivienda para ese cliente anónimo, sin olvidar que, uno a uno, tenían nombre y apellidos, familia y lugar de nacimiento.
Entroncó así con el motor de la modernidad: la vivienda social. Pobre y pequeña, colectiva y asequible para el nuevo sujeto histórico: el proletariado. Pobre en sus materiales, pequeña por imposición de la economía y asequible por exigencias constitucionales. El tamaño pequeño se hizo amplio y digno en manos de arquitectos como Romany. El ladrillo barato y la uralita se hicieron arquitectura, con la proporción. Y, con la obligada modestia, los nuevos ciudadanos pudieron tener algo más que una vivienda: una casa.
Y una sorpresa. Romany, hace unos años, coincidiendo con una etapa de desánimo, se convirtió en experto aeromodelista. Aprendió y llegó a ser un diestro constructor de cometas. Ligeras y resistentes tiras de madera; ligeras y resistentes telas de distinto colores, que él mismo combinaba y cosía, consiguieron alzar el vuelo y trazar arriesgadas piruetas. Buscábamos descampados alrededor de Madrid y, tumbados sobre una manta, las hacíamos corretear por el azul del cielo. Aun guardo un par de aquellos pájaros.
Como artesano se ensimismaba al construirlas, como poeta soñaba al volarlas. Y como benefactor, nos descubrió que, con aquellos inventos, Juanito, un muchacho salmantino sin oficio fijo, podía abrir una tienda en Jávea y ganarse una vida digna vendiéndolas a los turistas y veraneantes Además, a orillas del Mediterráneo. Todo en silencio, como el vuelo de aquellas telas de colores, que cobraron cuerpo y forma gracias a las manos de un buen arquitecto.
El nombre de José Luis Romany está ligado a la pléyade de ‘jóvenes arquitectos’ que abrieron España a la modernidad, todavía en tiempos de dictadura. Los conocisteis y aun los conocéis y respetáis, y, en estos momentos, estáis repasando, in mente, el nombre de cada uno de ellos, con el temor de olvidar a alguno. Arquitectos que trajeron la modernidad, la aprendieron con esfuerzo, la depuraron adecuándola a las condiciones de una España aún encogida, sin perder el rigor disciplinar y el compromiso ético consustancial con aquella epopeya. Y la transmitieron a las siguientes promociones.
Para Carlos Ferrán y para mí, el nombre de Pepe Romany siempre ha estado ligado al de Paco Oíza. Ambos han sido nuestros dos grandes maestros. Aprendimos trabajando con ellos. En tableros muy cercanos, oíamos sus conversaciones, sus debates, sus ideas, que guardábamos en nuestra memoria como una biblia de la arquitectura. Tanto cariño y respeto sentíamos por ellos. Con tanta generosidad nos acogieron y nos transmitieron su saber que antes de un año en el estudio, nos invitaron a poner nuestra firma de arquitectos junto a las suyas. ¡¡¡De igual a igual!!!
Quienes hemos sido testigos de la fecunda colaboración de Oíza y Romany, podemos y debemos dar testimonio de su mutuo respeto, en la amistad y el trabajo. El ímpetu desbordante de Oíza se amansaba con el sosiego de Romany, que hacía suyos, sin servidumbre, los fulgurantes destellos de Paco, para darles forma en una comunión de esfuerzos y amor a la arquitectura.