Que el hormigón armado pueda llegar a ser un material ecológico no es algo banal, habida cuenta de que, a día de hoy, corresponden a su uso el 5% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero (GEI). A este impacto debe sumarse el que de por sí produce la construcción de edificios y el gasto energético asociado a su uso, que se estima, según las fuentes, en un porcentaje que oscila entre el 30 y el 40% del total de emisiones en los países industrializados.
Combatir estos impactos de raíz mediante cambios en la composición de los materiales puede ser una posibilidad de atenuar la inmensa huella de carbono producida por la construcción. En el caso del hormigón armado, esta posibilidad depende de algunas investigaciones recientes cuyo propósito es producir cementos de bajo impacto medioambiental. Entre ellas destaca la llevada a cabo por un equipo del MIT, que ha descubierto que, lejos de tener una configuración solamente cristalina, los hidratos de cemento presentan una condición híbrida, parcialmente amorfa, y que, hipotéticamente, permitiría sustituir por otros materiales la sílice presente hoy en los cementos, dotándolos así de mayor resistencia y flexibilidad, y reduciendo asimismo la cantidad de emisiones de GEI asociadas a su fabricación y vida útil.
La otra alternativa para reducir la huella de carbono no consistiría tanto —o no sólo— en modificar los aditivos que configuran el hormigón armado, como en racionalizar su uso, sacando todo el provecho posible de sus características. Un reciente informe, publicado también por el MIT (www.mit.edu), incide en esta posibilidad, proponiendo una serie de medidas complementarias entre sí.
La primera evalúa el modo en que se utiliza el hormigón armado, que actualmente suele concebirse sólo como un material estructural y no como un compuesto dotado de inercia térmica, es decir, con capacidad de almacenar energía de manera pasiva. Así, las losas, los muros o los parasoles pueden ser usados, especialmente en invierno, como radiadores pasivos que por la noche devuelven el calor acumulado durante el día. Tal capacidad puede ser aprovechada, asimismo, en las instalaciones de calefacción o refrigeración convencionales, al poner en contacto con la superficie de hormigón los conductos por los que circula el fluido caloportador. Otro método de reducir la huella de carbono podría ser la introducción en la composición del material de algunos productos de desecho —cenizas de las centrales térmicas, por ejemplo— que medioambientalmente sean más adecuados que los aditivos tradicionales.
Todas estas medidas, sin embargo, resultan sólo testimoniales si se comparan con el impacto derivado del uso de los edificios. Un dato resulta revelador al respecto: mientras que para los bienes de consumo convencionales —un televisor, pongamos por caso— la energía utilizada durante toda su vida operativa es igual a la consumida para su fabricación, en los edificios resulta diez veces mayor. De ahí que, en la arquitectura, las posibilidades de ahorro energético y de reducción de huella ecológica no estén en la construcción, sino en el uso y el mantenimiento de los edificios a lo largo de su vida útil.