Nosotros, los arquitectos holandeses, siempre hemos esperado mucho de la realidad que nos rodea. En nuestros momentos más etnográficos, al describir con palabras ansiosas las partes más recónditas de nuestra geografía, ¿no estábamos buscando siempre las semillas de una revolución inminente? Observábamos las expresiones más banales de la cultura del ocio de la clase media o baja y las convertíamos en argumentos de revoluciones megalómanas del paisaje. Una persona haciendo volar una cometa en el puerto de Rotterdam suponía el comienzo de una mega-delta-súper-ciudad del ocio que combinaba ecología, grandes infraestructuras y vacaciones permanentes. Dos camioneros comiendo un filete a las tres de la mañana en un restaurante de carretera nos llevaban a pensar en megaestructuras urbanas abiertas 24 horas, que surgían de los nudos de autopista. Tres décadas de ministros de planificación presentando sus políticas de ordenación territorial —versiones cuidadosamente estilizadas de desarrollos no planificados que ya se estaban ejecutando— nos convencieron de que el paisaje y las ciudades se podían definir y diseñar por completo, y de que nuestras ideas, nuestras brillantes ideas, nuestras encantadoras, preciosas y excepcionales ideas, se podrían construir si consiguiéramos que el ministro nos escuchara a nosotros y sólo a nosotros. Y nos escucharon, a todos y cada uno de nosotros... [+]