Opinión 

Guerra en el extrarradio

Los disturbios franceses y la crisis de la ciudad

François Chaslin 
31/08/2005


En torno al verano, varios inmuebles vetustos ardieron en París. Veinticuatro muertos en abril y otros 24 en dos incendios en agosto. Unos 2.000 okupas viven en 63 edificios degradados en una ciudad que cuenta con casi mil edificios insalubres. Algunos días más tarde, la caja de escaleras de una pequeña torre de vivienda social era incendiada por unas muchachas que ejecutaban así su venganza particular: 14 muertos. La prensa calló entonces que fue preciso proteger a los bomberos para que no fueran atacados.

Casi como un juego patrio, 20.000 vehículos habían sido quemados en los ocho primeros meses del año, de los cuales centenares lo fueron en la fiesta nacional del 14 de julio. En los extrarradios de las ciudades francesas se respiraba una atmósfera latente de insurrección y todo lo que representa al Estado —policías, bomberos, cargos electos, personal docente— se encontraba bajo sospecha.

Así, tras la muerte de dos adolescentes el 27 de octubre —perseguidos o no por la policía—, electrocutados en un transformador en Clichy-sous-Bois, se desencadenó la explosión general. Las causas son numerosas. Algunas tienen muy poco que ver con las cuestiones urbanísticas. Relacionadas con el paro, las crecientes dificultades étnicas, la humillación de los niños de la segunda y tercera generación de in-migrantes magrebíes —en un ambiente de islamismo rampante e interiorizadas las imágenes de la Intifada palestina—, así como con los problemas específicos de las familias del África negra —se han contabilizado 12.000 casos de hogares polígamos con multitud de hijos—. Se relacionan también con las heridas sin curar del colonialismo y con el crecimiento de un sentimiento de injusticia por parte de la población negra, que querría ver el tratamiento de la esclavitud equiparado al del Holocausto.

Poco a poco, la crisis del extrarradio se ha precipitado hacia el drama. Tras la desaparición de la relativa satisfacción de los 60, todo ha contribuido a extender el sentimiento de gueto. Sus primeros habitantes, obreros, empleados llegados de pequeñas viviendas insalubres de los centros históricos, optaron al cabo de los años por casas individuales periféricas o, si pudieron, se acercaron a las ciudades, dejando espacio para las sucesivas oleadas de inmigrantes. La miseria, el paro endémico — del 21% de media en estos barrios—, la desaparición casi total del comercio de proximidad ante los centros comerciales, las dificultades escolares en esta babel de lenguajes, la droga, la economía sumergida, el sexismo; los han convertido en enclaves de exclusión.

Oficialmente hay censadas 752 ‘zonas urbanas sensibles’. Aunque se localizan esencialmente alrededor de París, Lyón, Marsella, no hay casi ningún departamento, por muy rural que sea, que no contenga alguna. La crisis no es sólo urbana sino económica, social, política, religiosa y étnica. Todo está íntimamente ligado, sin olvidar el factor lúdico. Pero se ha desencadenado en un mundo definido, aislado y estigmatizado, el de los grandes conjuntos de vivienda social. A partir de los años 50, Francia tuvo que hacer frente a un importante problema de vivienda provocado por las destrucciones de la guerra, por el abandono del campo, por la industrialización masiva de los llamados ‘treinta gloriosos’(1945-1973), por el regreso de Argelia de un millón de repatriados en 1962 y por la gran afluencia de inmigrantes. En los 60 se construyó a un ritmo de medio millón viviendas anuales. Grandes conjuntos, ZUP (zonas de urbanización prioritarias), e incluso ciudades de nueva planta son algunas de las manifestaciones de este esfuerzo. Al principio, la tradición académica se fundió con la nueva doctrina racionalista de Le Corbusier. Se creó así un lenguaje urbanístico calmado, regular, ordenado y, a la vez, tecnocrático y formalista. Las decisiones espaciales estaban condicionadas por factores económicos, burocráticos y técnicos (como las exigencias de la prefabricación). Se compraron extensos terrenos agrícolas, a menudo de forma alargada, mal equipados y mal comunicados por transporte público, estrangulados entre redes de carreteras, vías férreas y líneas de alta tensión, bordeados de vastas extensiones de cementerios y de zonas industriales, a veces en las inmediaciones de algún bosque o residuo del mundo rural y coexistiendo con zonas de viviendas unifamiliares desarrolladas masivamente en los años setenta y en las que reina la in-quietud desde entonces.

La enfermedad siempre estuvo presente: el ‘mal del extrarradio’, la violencia, el aburrimiento, las concentraciones de ciclomotores. El agravamiento de la situación social data de finales de los 60. Si la historia pos-moderna se complace en mantener la fecha del 15 de julio de 1972 a las 15.32, como la que marca la muerte de la arquitectura moderna, fechándola en la demolición del gran con-junto residencial de Pruitt-Igoe en Saint-Louis, Misuri, en Francia la primera demolición no llegó hasta 1978 en un barrio de Villeurbanne.

En 1981 se produjo el famoso ‘verano caliente’ del barrio de Minguettes, en Vénissieux, cerca de Lyón; violencia urbana, carreras de motos, incendio de 250 coches. Tras nuevos disturbios en ese barrio, se llevó a cabo una marcha por la igualdad y contra el racismo, saliendo de Marsella el 15 de octubre de 1983 y reuniendo en fraternidad ilusoria a 100.000 personas a su llegada a París, varias semanas más tarde. Desde entonces, la demolición de conjuntos residenciales se aceleraría, a menudo retransmitida; las torres de Minguettes en 1983, un edificio en Saint-Denis, y sin interrupción hasta los bloques lineales de La Courneuve en 2004.

Varios indicadores prueban que no es sólo la forma de la ciudad lo que está en juego, sino que las razones del drama son más profundas y menos visibles en el paisaje. Las políticas oficiales han tendido sobre el territorio decenas de modelos sucesivos. No sólo una arquitectura productivista, estática, indiferente al individuo al tratar de ser igualitaria. No sólo bloques y torres, barrios sin espacios públicos, sin gradación entre el exterior y la ‘célula’ familiar. Todo se ha intentado, desde los grandes dispositivos paisajistas de Aillaud y las pirámides verdes de la ciudad de Evry hasta las realizaciones más tradicionalistas de finales de los 60, con plazas, callejuelas y jardines; desde las utopías sociales laberínticas de Renaudie hasta los barrios diseñados por sus habitantes, según hábitos sociales y estilísticos de su región. Y, a veces, han sido las actuaciones más generosas, aquellas que desarrollaban intenciones más finas, las que se han convertido en las más difíciles de habitar, a medida que se deshacían los vínculos tradicionales de la sociabilidad.

Parece que, de momento, se impone el orden. Francia está en estado de emergencia desde el 8 de noviembre, pero nadie sabe qué hacer ante una crisis que no afecta sólo a lo construido.


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