
Ridley Scott, Blade Runner, 1982
Hace tiempo, el cine de ciencia-ficción se complació en pintarnos universos clínicos y asépticos en los que cada dimensión de la vida llegaba a ser semejante a esos objetos lisos y perfectos que producía el diseño de los años sesenta. Incluso el mismo hombre —aerodinámico, envuelto en trajes ceñidos y con el cráneo afeitado— tendía a parecerse a una máquina impecable, desprovista de personalidad, de una gran transparencia, puro prototipo de lo que podría ser un individuo retocado, simplificado, racionalizado por la ciencia, a medio camino entre la bestia originaria y el robot. Sus vehículos tenían la finura y la precisión geométrica, el aerodinamismo que estaba tan de moda por entonces. Los lugares por donde éstos circulaban estaban vacíos y limpios, espacios del espacio intersideral, espacios siderales hechos de cristal, de acero y de materiales plásticos, proyecciones más o menos naifs de las especulaciones urbanas de la arquitectura moderna...[+]