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La modernidad, con su alergia a lo retórico, parecía haber conseguido algo difícil: que los monumentos nos produjeran indiferencia. Cientos, miles de estatuas y bustos colonizaban nuestras ciudades y no sabíamos, en puridad, de quiénes eran. Ni nos importaba. Las veíamos como el decoro o el atrezzo para que nuestras ciudades estuvieran simbólicamente ‘completas’.
Una de las consecuencias más imprevisibles de la crisis que, a todos los niveles, afecta a nuestras sociedades, es el hecho de que estos monumentos, más o menos desactivados por el paso de la historia y convertidos sólo en parafernalia cívica, hayan recuperado su significado. Un significado que, vuelto a la vida mediante el anacronismo —las ‘grandes figuras’ del pasado no tienen por qué serlo del presente— ha terminado produciendo rechazo y odio. En efecto, no puede calificarse sino de odio —un odio retroactivo e inútil— el hecho de que las multitudes, con ocasión del ominoso asesinato de George Floyd, se hayan puesto a derribar las estatuas de los personajes que representan el colonialismo y las jerarquías tradicionales del poder: negreros convertidos en próceres del siglo XVIII, generales racistas del XIX, pero también símbolos antaño intocables, como Colón o Churchill.
Tiene acaso sus razones, pero esta iconoclastia contemporánea resulta tan excesiva que ha llegado a provocar el rechazo de 150 intelectuales poco sospechosos de conservadores, que en julio pasado firmaron un manifiesto en la revista Harper’s contra lo que denominan la «cultura de la cancelación».
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El Mundo: La 'purga' a las estatuas de Cristóbal Colón continúa en Colombia
El País: Las guerras culturales británicas se disputan sobre los pedestales