
Estoy encantada de que mi libro de 1984, actualizado en 2002, aparezca en España en 2024. Las cuestiones que planteé por primera vez en los Estados Unidos hace ahora cuarenta años siguen siendo acuciantes. Las ciudades proyectadas en torno a la vieja idea de que «el lugar de la mujer está en el hogar» se han tornado cada vez más difíciles de utilizar. Las mujeres se han incorporado a la mano de obra remunerada en cantidades cada vez mayores, perjudicadas por lo que llamo la ‘arquitectura de género’: el alejamiento de las casas del necesario cuidado infantil y del transporte público. Los Estados Unidos todavía no tienen una política nacional de atención a la infancia.
Desde 1984, las familias biparentales con hijos han ido disminuyendo. Los hogares unipersonales, tanto de jóvenes como de personas mayores, han aumentado junto con los de padres o madres sin pareja. Ninguna clase de vivienda adecuada ha llegado a las familias americanas. En 2019, el libro de Keeanga Yamahtta-Taylor Race for Profit definió el concepto de ‘inclusión depredadora’, para lo que documentó cómo la exclusión racista y la discriminación en la vivienda habían dado paso al capitalismo racial en los Estados Unidos. El mismo año, Home wreckers, de Aaron Glantz, explicaba cómo se beneficiaron las grandes empresas de las ejecuciones hipotecarias masivas de 2008 y 2009. Dirigidas por hombres que más tarde llegarían a ser cargos y aliados de Donald Trump, las grandes empresas adquirieron cientos de miles de casas embargadas, que convirtieron en propiedades de ‘alquiler con opción a compra’ con cuotas elevadas, lo que generó un rentable ciclo de ejecuciones hipotecarias, similar a las antiguas hipotecas de capital diferido. Glantz las llama ‘buitres capitalistas’. Las grandes empresas de alquiler con opción a compra provocaron un aumento de los precios para compradores particulares, ya que las compañías pujaban más alto. Los elevados costes de la vivienda han incrementado los desahucios y la población sin techo, como bien se documentaba en Evicted (2016), de Matthew Desmond.
A diferencia de los Estados Unidos, las democracias europeas suelen financiar las guarderías infantiles y los permisos parentales remunerados, así como proporcionar vivienda pública y un sistema nacional de salud. En 1994, la Carta Europea de las Mujeres en la Ciudad decía: «La vida cotidiana vista a través de los ojos de una mujer debe convertirse en una cuestión política» y «Redescubrir la ciudad a través de la mirada de las mujeres; abolir los estereotipos». Muchos países de la Unión Europea han establecido programas de ‘incorporación de la perspectiva de género’, como los que viene realizando Eva Kail en Viena desde los años 1990. Arquitectos y urbanistas europeos, entre ellos Inés Sánchez de Madariaga, han documentado el camino hacia las ‘ciudades equitativamente compartidas’ (en su libro Fair-Shared Cities, 2013) con proyectos que promueven la igualdad de género en el transporte, la vivienda, los parques y la seguridad en las calles. Quizás el mejor término para describir estos proyectos sea un ‘urbanismo de los cuidados’.
La labor de cuidar es lo que la socióloga Arlie Hochschild ha llamado la ‘segunda jornada’ (en su libro The Second Shift, 1989, 2012): las cuarenta horas semanales del cuidado del hogar, de los niños y los ancianos, que una mujer, un hombre o una persona no binaria debe asumir tras cuarenta horas de trabajo remunerado en una fábrica o una oficina. Como escribió en 2001 Nancy Folbre en The Invisible Heart, su libro sobre economía y valores familiares, «la mano invisible de los mercados depende del corazón invisible de los cuidados». Ai Jen Poo, sindicalista estadounidense, afirma: «El trabajo de cuidar es el que hace posible todos los demás». Las residencias de ancianos, las guarderías infantiles y los trabajadores de atención domiciliaria remunerada para personas mayores han reemplazado parte de los trabajos de atención no remunerados en los Estados Unidos, pero muchos de estos servicios a menudo los ofrecen empresas con fines de lucro, con trabajadoras mal pagadas, sobre todo mujeres de color o recién inmigradas. Tal vez los empresarios digan que «no pueden permitirse» pagar más a esas trabajadoras. ¿Recibirán alguna vez las mujeres y los hombres que dedican su vida al trabajo de cuidar el apoyo que necesitan? ¿Veremos ciudades y regiones metropolitanas concebidas en torno a la labor de cuidar?