Opinión 

El tercer espacio

Vacíos, intersticios y residuos

Slavoj Žižek 
31/10/2010


En el lado Sur de la zona desmilitarizada que divide las dos Coreas, los surcoreanos han construido un destino inmejorable para los visitantes: un teatro en cuya fachada se recorta un gran ventanal —parecido a una pantalla— que se abre hacia el Norte. Lo que los asistentes al espectáculo ven a través del ventanal al tomar asiento es la realidad misma, es decir, el área desmilitarizada y estéril que hay al otro lado, con su muros y alambradas, y, más allá, vislumbrada a lo lejos, la propia Corea del Norte. Siguiéndoles el juego, también los vecinos del Norte han construido frente a este peculiar teatro otra genuina falsificación, en este caso la maqueta de una ciudad con casas bonitas y decorosas. Cuando anochece, se encienden a la vez las luces de cada una de ellas y la población de los contornos es obligada cada tarde a endomingarse y darse un paseo por la ciudad ficticia. La zona desmilitarizada adquiere así una condición fantasmagórica, convertida en espectáculo sólo por haberse introducido en el marco del ventanal que liga visualmente ambos territorios. De este modo, Corea del Norte —observada desde un lugar seguro en Corea del Sur— acaba resultando un espectáculo sublime; a la inversa, también la democracia puede parecer sublime vista desde la perspectiva de un régimen totalitario.

El nuevo Museo de la Acrópolis construido por Bernard Tschumi en Atenas frente a la colina del Partenón recurre a un efecto semejante: cuando uno llega a la tercera planta y observa, a través de los despieces de vidrio del gran ventanal, la ‘cosa misma’, es decir, el Partenón, el hecho de no percibirlo directamente sino enmarcado intensifica su apariencia sublime. Puede también darse el caso de un falso ‘interior’. En el ZKM (Centro de Arte y Medios Tecnológicos) de Karlsruhe hay una pantalla de televisión sobre la entrada que conduce a la zona de aseos, que muestra en continuo, sobre un aséptico fondo en blanco y negro, el interior de un pequeño cuarto de baño con un inodoro desocupado. Después del primer momento de alivio —«menos mal que el baño está libre y no tengo que esperar»— uno advierte que el aseo dejará de estar vacío en cuanto entre en el baño, pero a costa de que, inevitablemente, lo vean a él usándolo. Sólo entonces se da uno cuenta de lo obvio: el video que se muestra en la pantalla está pregrabado y, por supuesto, no proyecta lo que está ocurriendo en el aseo en tiempo real.

Lo que esta intrusión mutua indica es que el Interior y el Exterior nunca ocupan el espacio completo: siempre queda un Tercer Espacio, que permanece perdido en la división en el Exterior y el Interior. En las construcciones humanas existe un espacio intermedio del que se reniega. Todos sabemos que está ahí pero, en verdad, no aceptamos su existencia, permaneciendo como una realidad ignorada y casi siempre innombrable. El contenido esencial de este espacio invisible son los desechos viajando por las bajantes, pero también la compleja red de instalaciones (electricidad, nodos digitales, etc.) que se confina en los huecos que quedan entre las paredes o los suelos. Por supuesto, sabemos muy bien qué cantidad de residuos produce nuestra casa, pero nuestra relación fenomenológica inmediata frente a este hecho es de lo más radical: es como si las heces desaparecieran en una especie de inframundo, fuera del alcance de nuestra mirada y ajenas a nuestra realidad. Este fenómeno es semejante a la manera que tenemos de relacionarnos con el cuerpo de otra persona: sabemos perfectamente que él o ella suda, defeca y orina, pero prescindimos pragmáticamente de esta información en nuestras relaciones cotidianas. Dependemos, por tanto, de este espacio, pero hacemos caso omiso de él —por eso no es extraño que en la ciencia-ficción, en las películas de terror y en los thrillers tecnológicos este espacio oscuro entre las paredes o los muros sea el lugar donde se esconden horribles amenazas, desde artefactos para el espionaje hasta monstruos o animales infectos como cucarachas o ratas—.

La forma ambiguamente ‘significativa’ en que los edificios se envuelven recurre generalmente a un primitivo simbolismo mimético en el que la construcción entera puede llegar a parecerse a un animal: una tortuga, un pájaro o cualquier otro bicho. La conexión entre la forma y la función se ha roto: la forma ya no sigue a la función ni la función determina la forma. El resultado es una estetización generalizada. Esta estetización alcanza su clímax en los centros de artes escénicas, cuya principal característica es el vacío que queda entre la piel y la estructura. ¿Cuáles son las versiones arquitectónicas de este vacío? El grado cero de esta posibilidad está presente en algunos de los proyectos de Koolhaas, como la Biblioteca de Francia, donde la envolvente está formada por una caja enorme y neutra cuyo interior alberga los diferentes espacios funcionales «que cuelgan de su enorme contenedor como si fuesen órganos flotantes» (lo mismo ocurre con los contenedores neutros de muchos centros comerciales).

Algunos de los proyectos de Libeskind (particularmente el Centro Wohl de la Universidad de Bar-Ilan, en Israel) dan cuenta de otro tipo de vacío: el que se abre entre la piel protectora y la estructura interior que se cobija dentro de la piel misma. La misma forma exterior —también una enorme caja— se multiplica, confiando el efecto al contraste entre las líneas rectas verticales u horizontales y las líneas diagonales de los cerramientos exteriores. Una tensión y un desequilibrio insólitos, basados en este conflicto de principios, se inscriben de este modo en la propia forma, como si al edificio real le faltase cualquier punto de anclaje o perspectiva.

Si partimos de la premisa de que no es posible ninguna relación estable entre la forma arquitectónica y los acontecimientos que tienen lugar dentro de ella, es fácil deducir una conclusión sociológica: los vacíos de la arquitectura abren nuevos espacios para el sabotaje crítico. El papel de la arquitectura, entonces, no consiste en expresar las estructuras sociales existentes sino en actuar como una herramienta para cuestionarlas y corregirlas. Pero Koolhaas tiene razón al rechazar lo que él llama despectiva- mente el «moralismo primario» de la arquitectura y dudar de la posibilidad de cualquier praxis crítica. A nuestro juicio, sin embargo, lo importante no es preguntarse si la arquitectura puede ser de algún modo ‘crítica’ sino constatar que parece ser incapaz de dar cuenta de los antagonismos sociales o ideológicos, comprendiéndolos o interactuando con ellos desde ‘fuera’, pues cuanto más intenta la arquitectura conservarse pura —estética o funcionalmente— más reproduce, perpetuándolos, esos antagonismos.


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