A los turistas que viajen hoy a Estambul les resultará más difícil encuadrar con sus cámaras y teléfonos móviles la imagen que hasta hace poco habían tenido de la milenaria ciudad: la de un extensísimo, denso y añejo caserío punteado por el juego vertical de las cúpulas y minaretes de Santa Sofía y las muchas mézquitas que, a lo largo de los siglos, fueron construyéndose a su imagen y semejanza. La culpa es de un conjunto residencial de lujo cuyas torres de 27, 32 y 37 alturas (algo más de 100 metros) irrumpen en el viejo horizonte bizantino y otomano con un insoportable ruido visual.
El proceso para llegar a esta situación ha estado, al parecer, lleno de irregularidades, y recuerda casos españoles como la Torre Pelli de Sevilla o el Hotel Algarrobico. En 2007, el Estado turco vendió por casi 100 millones de euros los terrenos donde ahora se ubican las torres, poco antes de que el enclave se zonificase para usos comerciales. La realidad es que enseguida el Ayuntamiento cambió el plan, de manera que la altura máxima permitida pasó de 5 a 40 alturas y el usó acabó siendo residencial, con lo que se multiplicó por diez el valor del suelo. Pese a las denuncias, las torres se construyeron, pero ahora, tras la amenaza de la Unesco de retirar el título de Patrimonio de la Humanidad a Estambul, el Tribunal Supremo del país ha sentenciado que las torres deben demolerse. La noticia, sin embargo, lo será realmente cuando los tres colosos acaben cayendo.