Libros 

El don de la sobriedad

Rafael Moneo

Luis Fernández-Galiano 
28/02/2011


Pocos arquitectos componen un autorretrato: Rafael Moneo lo ha hecho con sus Apuntes sobre 21 obras. Biografía intelectual y canon arquitectónico, estas largamente esperadas ‘obras escogidas’ se presentan en un formato singular y sereno que dice tanto sobre su autor como las imágenes y los textos recogidos en el volumen. Cada uno de los edificios se interpreta a la luz de un principio o un problema, y la prosa transparente del arquitecto —que nos premia con la cortesía hoy rara de la claridad—, se acompaña de una somera documentación gráfica del proyecto y de un reportaje fotográfico reciente de la obra, que ha realizado Michael Moran con objetividad impasible. La presentación es tan sobria, recatada y pedagógica que inspira un respeto reverente —acaso el que merece su decoro, expresado incluso en unos extensos títulos de distante elegancia y sabor arcaizante—, y describe mejor a Rafael Moneo que el relato facetado compuesto por las obras: el interés singular de cada una se subordina a la voluntad templada y cautelosa de registrar el movimiento de las ideas que han agitado el paisaje de la arquitectura durante las últimas cuatro décadas. Rafael Moneo, que a lo largo de su carrera tanto ha escrito sobre otros arquitectos, escribe ahora sobre su propia obra. Al hacerlo, se autorretrata como profesor, y su trayectoria creativa se utiliza como hilo conductor de su exploración intelectual: las 21 obras son 21 lecciones.

Aunque algunos de los proyectos se agrupan en familias, y aunque algunos rasgos formales se extienden de uno a otro, el conjunto de la obra de Moneo exhibe tal diversidad que resulta legítimo preguntarse por su tronco común, aquel territorio que comparten y del cual emana la coherencia de un corpus profesional. Ese territorio, pienso, no es otro que la atención al lugar y la voluntad de expresar continuidad con lo existente. Si a ello unimos el empeño por utilizar la noción de tipo y por manifestar el carácter que conviene a cada caso, la variedad de la obra de Moneo se explicaría por la diversidad de emplazamientos y programas, y por la deferente subordinación del lenguaje personal al demandado por la continuidad histórica y urbana. En un debate reciente, el también arquitecto y profesor Peter Eisenman diferenciaba las obras respectivas asociando la suya al espíritu del tiempo y la de Moneo al espíritu del lugar, y es posible que este juicio telegráfico no ande descaminado: por más que Moneo procure expresar el Zeitgeist desafiando los tipos establecidos, de las viviendas de San Sebastián a la catedral de Los Ángeles; permitiendo la emoción de las metáforas artísticas o literarias, como en el Museo Miró y en el de Wellesley; o empleando la intuición escultórica y la abstracción musical, evidentes en el Kursaal y en Murcia, al final la lógica del genius loci impone su ley, y ninguno de los proyectos mencionados es imaginable al margen de su emplazamiento. Como el propio Moneo señala en un pasaje del libro, «enfrentarse al lugar es tan inevitable que incluso aquellos arquitectos como Peter Eisenman que han proclamado ignorarlo y rechazarlo, se han visto muchas veces obligados a imaginar paisajes inexistentes para poder dotar de un marco a su trabajo».

Entender la arquitectura desde la ciudad es algo que está presente en toda su obra, desde los proyectos que, como el Ayuntamiento de Logroño, mejor expresan su deuda con las lecciones urbanas de la Tendenza, y hasta los que, como el museo de Estocolmo, usan el paisaje de la ciudad para inspirar un perfil pintoresco de sabor escandinavo; y lo mismo ocurre en aquellos como la Estación de Atocha madrileña o la Illa barcelonesa donde la vocación urbana consigue domesticar la gran escala, sin permitir que las infraestructuras o los edificios colosales impongan su propia ley a la ciudad. Esta urbanidad respetuosa con lo existente, las trazas y el carácter impregna muchas de sus obras primeras, desde la gravitas material y tradicionalista de Bankinter hasta la evocación ambiental casi pintoresca de la Previsión sevillana, pasando por la que sin duda permanecerá en la historia como su logro más feliz, el Museo de Arte Romano de Mérida, una obra sincrética que reúne el historicismo de Rossi y el populismo de Venturi con más intensidad arquitectónica de la que ninguno de estos dos arquitectos-teóricos ha alcanzado en sus obras construidas.

Interpretar la obra de Moneo desde un realismo ecléctico atento al genius loci y a la continuidad urbana no excluye la intervención del tiempo, aunque se trata de una concepción muy diferente a la del Zeitgeist, con su demanda urgente de expresar el espíritu cambiante del presente a través de las formas arquitectónicas. El tiempo de Moneo es el tiempo lento de la continuidad, el tiempo perezoso de los hábitos, y el tiempo resistente que permite a la arquitectura envejecer con dignidad: sus obras, aún estando atentas a los debates teóricos del momento, aspiran a insertarse en la vida ciudadana con el aplomo distraído del que lleva tiempo en el lugar, y persistir en su presencia sin que las inevitables huellas de la edad se agudicen con la obsolescencia simbólica que tanto perturba los edificios levantados con ánimo de dar testimonio de un tiempo fugaz. Su énfasis pedagógico y severo en el conocimiento disciplinar y en la construcción como soporte del ejercicio profesional, que se manifiesta elocuentemente en Bankinter, pero que se extiende también a obras de signo tan diverso como el Kursaal («el lugar estuvo en el origen, pero fue el conocimiento de la disciplina de la arquitectura lo que hizo posible la construcción»), es el principal instrumento para materializar la pervivencia de las obras en el tiempo, pero Moneo expresa también melancólicamente sus dudas sobre la pertinencia contemporánea de estas actitudes disciplinares, propias de «la utopía de la razón», en una época en que las arquitecturas «parecen buscar —antes que cualquier otra cosa— la expresión personal del autor».

Si este es actualmente el espíritu de los tiempos, entonces no cabe duda de que Moneo es ajeno a él, porque continúa sometiendo su expresión personal a las demandas del lugar y del programa. Acaso por ello su elección de obras atiende más a la importancia social y urbana de las mismas que a su relevancia en el desarrollo de su itinerario creativo, jalonado en ocasiones por obras menores que sin embargo marcan su proceso de aprendizaje, descubrimientos formales o puntos de inflexión significativos. Así, se echan de menos las tempranas Fábrica Diestre o Plaza de Toros de Pamplona, tan frescas en su atrevimiento estructural; el Banco de España en Jaén, donde se gestan hallazgos de compacidad en planta que florecerían en Estocolmo o Houston, y cuya inclusión hubiera hecho quizás ociosas las referencias a los baños de Trenton o el Orfanato de Van Eyck en el primero de los casos, y desde luego las menciones de Scamozzi y Terragni en el segundo; o el Banco de España madrileño, tan ejemplar en su renuncia al lenguaje propio, y tan programático en su subordinación a la continuidad urbana y arquitectónica. En su texto sobre el Ayuntamiento de Logroño, con un título que podría servir como lema para todo el volumen (‘La ciudad como arquitectura, o los edificios configurados como fragmentos de ciudad’), Moneo subraya que «en este tipo de proyectos, la actitud ascética que implica aceptar la condición genérica de los elementos se ve recompensada por el don de la sobriedad». Evocando elegíacamente al poeta Claudio Rodríguez, el arquitecto que también ha defendido la compatibilidad de respeto y libertad asume el ascetismo de la renuncia a la expresión individual, y ese es el rasgo que mejor resume este conjunto de textos. El último de ellos, sobre el Museo del Prado, comienza así: «Juan de Villanueva era ya un arquitecto maduro y con experiencia cuando recibió el encargo». No de otra forma debe sentirse el Rafael Moneo que hoy nos ofrece su autorretrato intelectual.  


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