Libros 

Dibujo y vida

On Foster Sketches

Eduardo Prieto 
01/04/2021


Desde que la evolución le dotara de pulgares prensiles, el ser humano no ha parado de dejar marcas en el mundo. Muchas de ellas evidencian la inevitable tendencia de nuestra especie a destruir, pero otras son cifras de una tendencia no menos inevitable a crear. Son muchos los modos en que los seres humanos dejamos marcas, y entre ellos los más inmediatos son los dibujos. Rascados sobre la pared de la cueva, trazados con un trozo de madera carbonizada o perfilados en una pantalla digital, los dibujos proyectan sobre un soporte las intuiciones y las ideas al mismo tiempo que proyectan nuestro cuerpo, y tienen la dúplice capacidad de representar los objetos del mundo mediante la observación y de crearlos a través de la imaginación. Lo dijo de otra manera Immanuel Kant: «La mano es la ventana de la mente.»

Son muchas las maneras de constatar los poderes de la mano en el dibujo. Pero quien quiera hacerlo aproximándose a un arquitecto que concibe el dibujo casi como un modo de vida puede acudir a Norman Foster Sketchbooks, 1975-2020, el exquisito libro publicado como volumen introductorio y antológico de una serie de varios que recogerá todos los dibujos del maestro de Mánchester.

El reto de ordenar los dibujos contenidos en los 1.200 cuadernos personales que atesora la Norman Foster Foundation en Madrid no es baladí. Y tampoco lo es el reto de seleccionarlos en una antología de 546 ilustraciones, tal y como ha hecho con el tino acostumbrado Jorge Sainz, profesor, traductor, editor y especialista en dibujo arquitectónico. No solo porque el material disponible fuera tan abrumador, sino sobre todo por su calidad y variedad: la calidad que proviene de la destreza de la mano izquierda de Foster entrenada durante décadas; y la variedad que es fruto de las muchas vicisitudes profesionales y vitales que dieron pie a los dibujos.

Es cierto: Foster ha hecho del dibujar un modo de vida, y ello se evidencia de manera espléndida en el libro, que es una rigurosa aproximación a los dibujos en sí mismos pero también una implícita biografía de Foster. Se trata de una biografía que comienza con el Foster niño y joven que dibuja con pasmosa precisión una casa de madera y un molino de viento, y que culmina con los croquis de la sede de su fundación en Madrid, convertido ya Foster en una celebridad que piensa en su legado y lo cuida. Y se trata también de una biografía visual que, a la vez que da cuenta de las obras, recoge las muchas maneras con que Foster ha frecuentado el dibujo a lo largo de sus sesenta años de carrera.

Este es quizá el aspecto más atractivo de esta antología, en la que es posible encontrar tanto bocetos que diseccionan con precisión un edificio cuanto exquisitos diagramas que presentan las características de una ciudad, un territorio o incluso toda la globalización. Junto a ellos, están, por supuesto, los dibujos de detalle, que muestran la extraordinaria habilidad de Foster a la hora de mostrar un objeto con pocos trazos y una escala intuitivamente exacta.

Aunque la mayor parte de estos dibujos lo son de edificios, hay muchos de sillas, mesas, bandejas o expositores, y por supuesto también de dos de los artefactos que fascinan al Foster más tecnocrático: los coches y los aviones. En este dédalo dibujado conviven los sistemas de representación —perspectivas, proyecciones ortogonales, axonometrías—, del mismo modo en que conviven las imágenes y las palabras —Foster es tan buen orador como dibujante—; y los dibujos de atmósferas hechos con ordenadas manchas de grafito se emparejan con los esquemas que, mediante una sencilla sucesión de figuras, consiguen explicar procesos muy complejos.

La idea del proceso es importante para Foster: más allá del insoslayable estilo y de su admirable precisión, todos sus dibujos comparten el rasgo de no recrearse en su perfección, de mantenerse abiertos. Como si a Foster le inquietara cerrar el proceso creativo, cerrar el cuaderno; como si Foster se ciñera a la sentencia que Sainz ha colocado en la introducción del libro: «Nulla dies sine linea», ‘ni un solo día sin trazar una línea’.


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