Como oficiosa aguja de marear de la disciplina, el Premio Pritzker ha virado en sus últimas ediciones hacia relatos más diversos y periféricos que recuerdan que la arquitectura no tiene que ser radical para mejorar la vida de las personas, ni efectista para seducir. Con sucursal en cuatro ciudades de dos continentes, podría parecer que el estudio que dirige el nuevo galardonado, David Chipperfield, juegue en la división de las grandes firmas corporativas, pero el británico siempre ha desarrollado una labor sin estridencias que poco tiene que ver con ellas: aunque diseminados por el mundo y en muchos casos de una envergadura física y simbólica que pocos pueden afrontar, sus encargos son fervorosos alegatos en favor de la comunidad que se materializan con deferencia al contexto y serena gramática. Una vocación cívica que brilla en sus edificios —acaso con más fuerza en los que más rehuye hacerse notar— tanto como en su fundación para el desarrollo sostenible de su querida Galicia; y que, pese a salirse menos del canon, el Nobel de los arquitectos celebra como otro giro hacia una nueva arquitectura.