Ágoras y símbolos
Dos bibliotecas en el Este
La de las bibliotecas es una de las familias arquitectónicas que más se ha transformado debido al impulso doble, y casi siempre complementario, de la globalización y el cambio digital. Al menos desde la Ilustración, las bibliotecas se ligaron al ímpetu reformista y a la voluntad de construir sociedades fundadas en el saber, y se convirtieron en arquitecturas indispensables para la sociedad burguesa que habría de crecer a lo largo de los siglos xix y xx, hasta el punto de materializarse como uno de esos símbolos de la democracia que, junto con los museos, las universidades y los monumentos, debía contener cualquier ciudad avanzada en Occidente. La globalización vino a trastocar el modelo, y lo hizo de dos maneras: poniendo, por un lado, en crisis la idea de una cultura ‘nacional’, y por el otro abriendo el hasta entonces exclusivo catálogo de grandes bibliotecas a los países emergentes, que vieron en ese tipo de arquitectura un emblema del nuevo estatus internacional que estaban alcanzando o pretendían alcanzar. Todo esto en el marco de la creciente digitalización, que afectó menos al simbolismo o al uso social de las bibliotecas, que a su función primaria —contener libros—, habida cuenta de que los grandes archivos digitales —accesibles desde la nube y por tanto desmaterializados— convierten a priori a las bibliotecas en objetos redundantes: simples expositores de libros cuyo conocimiento ahora está disponible de otro modo, sin cuerpo, ‘en abierto’.
Este cambio de paradigma, del que venimos dando cuenta en estas páginas desde hace casi tres lustros (véase Arquitectura Viva 135), explica el sentido de muchas de las biliotecas que se han construido en el mundo desde que la globalización es una realidad: de una parte, reclamos sociales, ágoras de intercambio, que hacen del libro menos un objeto de consulta real que un señuelo de prestigio para juntar personas; y de otra parte, reclamos internacionales que muchas veces erigen arquitectos estrella para reforzar la imagen cultural de un país.
Este es el caso de los dos ejemplos que se presentan con detalle en este dossier: la Biblioteca Nacional de Israel en Jerusalén, y la Biblioteca de la Ciudad de Pekín. La primera, fruto de un concurso internacional ganado por Herzog & de Meuron, se instala con naturalidad en la capital bíblica, entroncando con la cultura material y climática del lugar, y convocando un espacio de acogida en el que la presencia material de los libros sigue determinando, como en las bibliotecas clásicas, la atmósfera del lugar. Por su parte, la biblioteca en el distrito pequinés de Tongzhou, obra de Snøhetta, hace de los libros una suerte de motivo ornamental que se dispone en largas estanterías curvas y topográficas y que resuena con un bosque de columnas para conformar un paisaje interior que, más que como un lugar silencioso de lectura, se concibe como una pequeña ciudad en sí misma: un espacio de intercambios sociales.