Durante toda la primavera pasada el Grand Palais de París se dedicó a engañar a su público y a emborronarle la vista para hacerle ver más claro. La exposición ‘Una imagen puede esconder otra’ reunía cientos de obras de arte —desde la Prehistoria hasta contemporáneos como Vik Muniz— relacionadas con eso que en español se llama trampantojo. Una palabra muy bonita que traduce y supera el original trompe l’oeil francés. Porque al ojo y a la trampa se añade en la versión castellana del término —y de la idea— el antojo que resulta de la suma.
Ésa era precisamente la tesis de la exposición: el arte —y el mundo— no nace tanto de una voluntad de representación como de un capricho de interpretación. El primer artista no fue quien pintó el consabido mamut o talló la Venus celulítica, sino alguien más modesto y a la vez más ambicioso, que no dejó huellas de la primera operación mental creativa de la Historia (por eso sólo podemos deducirla como hipotético Big Bang de cientos de miles de años de actividad artística): el homínido que recogió una piedra o desenterró una raíz o miró una nube y vio en ellas, con otros ojos, un rostro, una figura, la silueta de un animal ausente pero innegablemente presente... [+]