Remembering Bohigas
La desaparición del arquitecto catalán, fallecido el 30 de noviembre a los 96 años, anima a recordarlo con un texto publicado en El País hace un cuarto de siglo.
Oriol Bohigas confiesa que ha vivido. El segundo volumen de sus memorias, que registra los acontecimientos de su juventud y primera madurez, ofrece un retrato colorista de la Barcelona de los años cincuenta y sesenta a través de un abigarrado collage de anécdotas y personajes. Redactado, como el anterior, en la forma de un dietario que mezcla sucesos contemporáneos con recuerdos azarosamente evocados, el texto combina descripciones desenfadadas y juicios terminantes que hacen desfilar por el índice alfabético a buena parte de las élites intelectuales y políticas catalanas, y a no pocos de los arquitectos que forman el star system internacional. Más musculoso que nostálgico, este panorama caleidoscópico de la Cataluña del franquismo es rotundo en su fresco desorden, y a la vez curiosamente tierno en la minuciosa crueldad de algunos perfiles.
Escrito entre 1988 y 1990, el volumen se publicó en catalán en 1992, y ve la luz en castellano cuatro años más tarde, con un nuevo título que sustituye el compacto Dit o fet (Dicho o hecho) de la edición original por un prolijo y cursi Entusiasmos compartidos y batallas sin cuartel. Las memorias son, en efecto, entusiastas, corales y combativas; pero la prosa escueta y terminante de Bohigas se encabeza mejor por la brevedad explícita e irónicamente literaria del título catalán que por la retórica ingenua y un tanto pedestre del doble octosílabo castellano. Confiemos en que la conocida afición de los distribuidores cinematográficos españoles a trivializar el título de las películas no se extienda al ámbito editorial.
En este caso, además, el dit o fet original refleja con precisión taquigráfica el rasgo más sobresaliente de estas memorias: se ocupan de lo dicho o hecho por su autor antes que de lo pensado o sentido por él; en el relato, el personaje público devora a la persona privada, y el hombre de acción oscurece al carácter reflexivo que ocupa los mismos zapatos. A través del filtro impreciso de la memoria, Bohigas subordina la autobiografía a la crónica, nos hurta o ahorra su historia íntima y se propone con naturalidad como testigo de su tiempo, que relata sin embargo con considerable violencia subjetiva: la ausencia pudorosa de introspección no impide que el recuerdo se tiña con la agresividad extrovertida y generosa del arquitecto, que enjuicia y califica con el mismo aplomo que adjetiva o puntúa.
Desde la Barcelona pálida de la huelga de tranvías de 1951 y el Congreso Eucarístico del año siguiente, y hasta la gauche divine de Bocaccio y Cadaqués en las postrimerías del franquismo, pasando por la Cataluña resistente de los manifiestos y la Caputxinada de 1966, un millar de personajes se aglomeran en las páginas optimistas y vigorosas de Bohigas, que están esmaltadas de opiniones contundentes, anécdotas divertidas o indiscretas y retratos dignos de Daumier. Con jovialidad inteligente, exenta de pedantería o narcisismo, pasa revista a sus contemporáneos, utilizando un desparpajo afilado que, hasta en los casos de más vehemente trinchamiento, transmite más afecto que desdén; el mismo sentimiento que le permite transitar vertiginosamente de los refinado a lo escatológico sin incomodar o sorprender al lector.
Por el dietario circulan los protagonistas de la política catalana, de Pujol y Maragall a Reventós o Max Cahner; interviene buena parte de la intelligentsia de los sesenta, de Barral y Castellet a Sacristán, Cirici, Portabella o Tàpies; y proliferan, sobre todo, los arquitectos: los maestros de esa generación, del exiliado Josep Lluís Sert a Coderch, Sostres o Moragas; los colegas barceloneses, desde Bofill y Tusquets hasta sus eternos socios Martorell y Mackay o el inevitable Federico Correa; y un numeroso grupo de amigos italianos, encabezados por Vittorio Gregotti y Gae Aulenti. Salvador Espriu aparece corrigiendo la sintaxis del policía que le toma declaración en la comisaría de vía Layetana, y la última etapa de Eugeni d’Ors, con el que Bohigas estuvo tan vinculado, se narra con especial patetismo, que no evita algunos detalles degradantes de la decadencia de Xenius.
Los episodios de los que el autor fue protagonista —de la fundación del Grup R y la promoción de los Pequeños Congresos a las aventuras editoriales en Serra d’Or o Edicions 62— se intercalan con otros de los que fue testigo privilegiado. Así, el lector puede asistir a la aproximación entre el catalanismo de izquierdas y el socialismo, o a la crisis de Banca Catalana, que tantas tribulaciones y decepción política causó a su amigo Antoni de Moragas, y que en casa de Bohigas fue pronosticada por Fabià Estapé a Jordi Pujol con una advertencia lapidaria: «Si la política del banco no cambia, este meritorio consejo de administración, con tantos personajes famosos, acabará en la cárcel». Las vicisitudes de la oposición política al franquismo, expresadas en cartas de protesta, encierros, reuniones disueltas o forcejeos con la censura, ocupan también espacio sobresaliente, como corresponde al dinamismo activista del arquitecto.
Este activismo opositor se enmarca, desde luego, en el esnobismo culto y elitista de una parte de la alta burguesía catalana, que Oriol Bohigas refleja a través de dos anécdotas distantes en el tiempo, pero ambas motorizadas: los encuentros de Josep Lluís Sert con las organizaciones obreras que habrían de ocupar su Casa Bloc —la más importante realización de vivienda popular moderna en la España anterior a la guerra—, a los que se dejaba acompañar en el Rolls de su madre, con el escudo condal grabado en la portezuela, aunque tenía la precaución de abandonarlo a una distancia prudencial del lugar de la cita; y, treinta años más tarde, Federico Correa, ya considerado entonces como el hombre mejor vestido de Cataluña, haciéndose llevar a una manifestación de estudiantes también por el chófer y en el coche de su madre.
Sert y Correa, por cierto, formaban parte de un grupo de catalanes vinculados a Comillas, donde su padres y abuelos establecieron una sucursal del modernismo, al que también pertenecían los Güell, los Senillosa y los Gil de Biedma. Uno de ellos, el poeta Jaime Gil de Biedma, describió a su generación como la de la pérgola y el tenis, y hay mucho de esa sofisticación elegante, a la vez cosmopolita y endogámica, en las memorias de Bohigas. En ellas aparece una burguesía cultivada, refinada y vitalista que, al mismo tiempo, transmite una impresión indeleble de ensimismamiento y autocomplacencia provinciana.
«Nuestra virtud consiste en ser bien educados», confiesa el autor en una de sus raras páginas de desánimo; pero inmediatamente se recupera para desmentir esa visión reductiva con su propia enérgica hiperactividad, que fustiga a tirios y troyanos, dictamina sobre arquitectura, cultura o política con idéntico aplomo, y aprovecha las largas pausas de los viajes aéreos a México o a Tokio para escarbar en su memoria fértil.
De estos ejercicios de evocación surgen fragmentos implacables. No me resisto a transcribir los retratos de los dos arquitectos catalanes más influyentes de la posguerra, Sostres y Coderch, fundadores con Bohigas del mítico Grup R en 1951. Josep Maria Sostres, del que describe en detalle un historial médico desmoralizador y una conducta profesional degradante, «era el más raro de todos. Tenía —y además presumía de ello— una timidez enfermiza, era asustadizo e indeciso, hablaba con la voz entrecortada y gestos de sacristía. A veces tenía cara de enfermo y a veces tenía cara de querer estar enfermo, exagerando el color lechoso de la piel y el decaimiento de todo el cuerpo». José Antonio Coderch, en contraste, era «abrupto como muchos aristócratas venidos a menos, estirado como todos los artistas que se recuestan en la escenografía de la falsa modestia, antidemócrata visceral, populista como todos los que se apoyan en el elitismo, intransigente y con una robusta voluntad anticultural».
Pese a estos juicios terminantes, y al relato minucioso de algunas anécdotas de Coderch que dibujan un personaje autoritario, agresivo y mezquino, Bohigas no regatea elogios a los que fueron los maestros de su generación. Una consideración que quizá desea para sí de los que hoy conforman la generación siguiente, meticulosamente aplicados a la demolición de los padres, como violentamente había anunciado Albert Viaplana en la reunión que clausuró, en casa del propio Bohigas, la etapa de los Pequeños Congresos: su generación se disponía a «soltar un hachazo en la cabeza» a la de su anfitrión, en frase que llegó a ser famosa y que este recoge, pese a lo extemporáneo de la misma, con puntualidad tolerante y bienhumorada.
Al final, las memorias resultan un viaje vertiginoso y ameno que nos llevan de un burdel de Bilbao donde el protagonista tiene su primera experiencia hasta los cuerpos dorados de las muchachas «de la pérgola y el tenis», descritos con nostalgia sensual y punzante; un viaje en el que aparecen Josep Pratmarsó seduciendo a Romy Schneider, el anticlerical Joaquim Gili en su despacho de la Editorial Litúrgica Española, Le Corbusier rompiendo orinales, Alvar Aalto bebiendo manzanilla, Carlos de Miguel viajando en aeroplano de hélices y Curro Inza invitando buñuelescamente a los mendigos de Pedraza a rebañar los restos de un cochinillo; un viaje, en suma, por lo dicho y hecho, pero también por la curiosidad y el asombro de un arquitecto universal a fuer de testarudamente catalán.