Alvaro Siza es un heterónimo de Femando Pessoa. He tardado mucho tiempo en descubrirlo, pero ahora que lo sé con certeza me apresuro a ponerlo en conocimiento del lector. Los biógrafos del gran poeta portugués, que con tanta minuciosidad nos han dado noticia de Alberto Caeiro, Ricardo Reis o Alvaro de Campos, han omitido señalar la existencia de un heterónimo póstumo, el arquitecto Alvaro Siza, que abrió los ojos en Matosinhos, cerca de Oporto, en 1933, dos años antes de que Pessoa los cerrara definitivamente en Lisboa.
A la luz de esta revelación podrán entenderse el comportamiento y las arquitecturas del individuo que atiende por Alvaro Siza, intérprete de un papel redactado hace tiempo por el ensimismado autor del Libro del desasosiego, y que en esta ocasión no eligió a Bernardo Soares como protagonista de su drama. La atribución a Pessoa del personaje Siza permite comprender la extrema fragmentación y fatiga de la obra arquitectónica, la preocupación obsesiva con el lenguaje, la sutileza impotente y la inquieta melancolía del creador heterónimo. El poeta de Lisboa, calígrafo de cafés, concibió sobre el velador un alter ego artístico, despojándolo de sus rasgos más reconocibles y oscureciendo su origen al abandonarlo entre las mesas de otro café en Oporto; un establecimiento, por cierto, donde todavía se le encuentra en ocasiones dibujando detalles de edificios y rodillas de muchachas.
El joven arquitecto secreto que construyó en su ciudad natal, frente al áspero Atlántico, el restaurante y la piscina de Lega da Palmeira —dos topografías líricas y herméticas, tradicionales y abstractas, apaisadas como el horizonte del océano y agitadas como la espuma y las rocas fragorosas de la costa— es hoy una figura internacional con obras en Berlín, La Haya o Barcelona, y que ha sido objeto ya, a sus sesenta años, del mayor reconocimiento que podían otorgarle sus colegas: distinguido el año pasado con el premio Pritzker, es el único arquitecto no español galardonado con la Medalla de Oro de la Arquitectura, y su Banco Borges e Irmáo, en Vila do Conde, fue el primer edificio en recibir el premio europeo Mies van der Rohe.
Entre las obras íntimas de Matosinhos y la visibilidad cosmopolita de la última década se extiende un itinerario de constructor sensible e intuitivo, jalonado por casas como la Beires, en Póvoa do Varzim —un prisma roto por una galería de vidrio, excavada por la explosión que altera las geometrías interiores— y pequeños bancos como el Pinto & Sotto Mayor, en Oliveira de Azeméis —una composición de volúmenes blancos y curvas lentas que combina el despojamiento del lenguaje con la complejidad escultórica de los interiores—, además del breve, intenso y decepcionante periodo de las experiencias de vivienda social en Oporto y Evora que siguieron a la Revolución de los Claveles de 1974.
Nuno Portas, un arquitecto que fue por entonces ministro comunista de urbanismo, y que es todavía el mejor conocedor y crítico de la obra de Siza, no puede disimular su malestar ante la transformación de «un arquitecto de Oporto», la personalidad más fuerte de su generación, que aglutinó lo que todavía hoy conocemos como la Escuela de Oporto, en «un arquitecto del mundo», crecientemente separado de sus raíces locales e inserto en la polémica internacional. Es, dice, «la incomodidad del crítico ante uno de los más incómodos creadores de la arquitectura actual». Esa formulación ambigua y amable oculta un reproche; pero es un reproche sin fundamento.
Profesión poética
El Siza de las piscinas primeras y el que construye hoy en la fábrica Vitra junto a Frank Gehry, Zaha Hadid, Tadao Ando, Nicholas Grimshaw o Eva Jiricna; el Siza topográfico y el mediático; el Siza arraigado en la cultura vernácula y el que alquila aviones para visitar sus obras, son todos el mismo personaje: un heterónimo de Pessoa que describe su actividad como «profesión poética», un creador introvertido y pesimista que construye lenguajes intransferibles, y un arquitecto manierista que trocea el idioma blanco y claro del racionalismo para articular frases inacabadas. «Pero todo fragmentos, fragmentos, fragmentos», como escribió de su trabajo el poeta de Lisboa.
Uno de los textos más breves recogidos en el Libro del desasosiego reza: «... el sagrado instinto de no tener teorías...» Alvaro Siza, como Bernardo Soares, posee ese instinto sagrado: «Me dicen... que carezco de estructura teórica y de método... Me muevo entre conflictos, compromisos, híbridos y transformaciones. Si mis obras no se han concluido, si se han interrumpido o sufrido cambios, nada de esto guarda relación con una teoría estética o con la creencia en la obra abierta, pero sí lo tiene, en cambio, con la imposibilidad enervante de acabarlas, con los obstáculos que soy incapaz de salvar». Acaso Siza, como Soares, haya escrito: «lo que tengo sobre todo es cansancio, y ese desasosiego que es gemelo del cansancio».
Alvaro Siza ha inaugurado el Centro Gallego de Arte Contemporáneo, un edificio construido en el casco histórico de Santiago de Compostela dentro del marco de las celebraciones del Xacobeo 93, y calificado ya como «un nuevo monumento para Galicia».
El reconocimiento público no ha alterado la melancolía privada de Siza. Wittgenstein situaba en el dolor el origen de los lenguajes secretos, y es posible que algunos azares desdichados de la biografía del arquitecto hayan contribuido a profundizar el carácter autista de sus geometrías herméticas. En sus obras, el organicismo de Aalto y el neorracionalismo italiano, correspondientes a su etapa de formación, se mezclan inextricablemente con Le Corbusier y Wright, con Scharoun y Mendelsohn, con Oud y Van Doesburg para formar una combinación seca con un punto amargo: los cincuenta sin la alegría, fifties with angst.
Paradójicamente, la fama internacional de Siza arranca de una pintada que protestaba de la extrema frialdad de su arquitectura. Llamado a construir en Berlín por Hardt Waltherr Hamer, su bloque de viviendas de Schlesisches Tor vio las ventanas interminables e iguales coronadas por un rótulo espontáneo —Bonjour tristesse— y la fachada curva y blanca manchada por las bolsas de pintura de color arrojadas por los usuarios, que se quejaban así de la adusta monotonía cromática y formal del proyecto.
A principios de los ochenta, en Berlín rivalizaban dos oficinas urbanísticas ocupadas en organizar la Exposición Internacional de Arquitectura (IBA): la IBA nueva, dirigida por Josef Paul Kleihues, que repartió sus encargos entre el star system arquitectónico internacional; y la IBA vieja de Hámer, más izquierdista, centrada en la rehabilitación del barrio de Kreuzberg, habitado mayoritariamente por inmigrantes turcos, que fue la que invitó a Siza sobre la base de su experiencia con las brigadas de vivienda popular (SAAL) que se formaron en Portugal después del 25 de abril. Pues bien, el arquitecto experto en participación vecinal se vio criticado por los habitantes de la IBA vieja, y cortejado por la intelligentsia conservadora de la IBA nueva, que encontró en su atormentado moderno una fuente de fascinación literaria.
Hoy, Manuel Fraga saluda el Centro Gallego de Arte Contemporáneo como «un nuevo monumento para Galicia», y es poco lo que puede añadirse a su diagnóstico. Los volúmenes abstractos revestidos de granito se insertan con respeto en el tejido de la ciudad histórica, junto al convento de Santo Domingo de Bonaval y el futuro parque donde el mismo arquitecto está trabajando con sensibilidad minuciosa. Las dos piezas macladas que forman el museo se abren desde el vértice del vestíbulo, donde un acceso cubierto dialoga visualmente con las entradas del convento. La azotea para esculturas está resuelta con inesperada audacia pluviométrica, y el interior, con grandes luces estructurales y bandejas colgadas bajo los lucernarios para controlar la luz natural. Es un monumento fracturado e indeciso, pero un monumento al fin.
Como es habitual en estos casos, el edificio se inaugura en vísperas electorales sin que la institución que debe albergar dé señales de vida. La conmovedora exposición de Maruja Mallo que ha abierto sus salas no puede hacer olvidar que el Centro carece de proyecto, director o colecciones, por lo que parece abocado a seguir el modelo de apertura intermitente al que nos han acostumbrado el Reina Sofía o el Centro Atlántico de Arte Moderno. Los 7.000 metros cuadrados del edificio han costado 2.200 millones de pesetas, y el arquitecto ha lamentado no disponer de presupuesto para el mobiliario diseñado por él; tendrá ocasión de insistir la próxima vez que se inaugure.
En la Jalisia hiperestésica de estos comicios jacobeos, un ogro filantrópico y una infanta de España han recorrido sin gaiteiros las verbenas de una brujita anciana y peregrina. Bajo la lluvia oblicua de Santiago, la apertura de la última obra de Alvaro Siza ha sido digna de la musa exiliada del surrealismo, pero digna también de un heterónimo de Fernando Pessoa que ha construido sin saudade una versión desvalida y hermética del desasosiego atlántico. [+][+]